martes, 30 de noviembre de 2010

Yo, Chistiane F. 13 años, drogadicta y prostituta (cap 20/20)

Christiane F

Como de costumbre, notaba de inmediato a los tipos que lucían un poco diferentes de los
demás. Me pregunté entonces:” ¿Serán fumadores, heroinómanos o simples estudiantes?”
Entramos a un snack. Un grupo de extranjeros ocupaban una mesa. Dos de ellos se levantaron
bruscamente de la mesa y se fueron a sentar a otra. No supe porqué pero noté en seguida la
atmósfera que rodeaba el tráfico de heroína. Le dije a mi tía que quería retirarme de ese lugar
sin explicarle el porqué.
Cien metros más adelante, delante de la boutique de jeans, me sentí aterrizar en plena
Scène. Reconocí de inmediato a los drogadictos. Y me imaginé que ellos me reconocerían. Se
darían cuenta que era toxicómana. Tuve pánico. Agarré a mi tía del brazo. Le dije que
teníamos que irnos de allí en seguida. Ella estaba confundida pero intentó calmarme. “Tú ya no
tienes nada que ver con todo eso” Le dije:”Todavía no soy capaz de enfrentarlo”.
Apenas llegué a la casa, me cambié de ropa y me saqué el maquillaje. No volví a ponerme
las botas con tacos de aguja. A partir de ese día, intenté parecerme- físicamente al menos, a
las chicas de mi curso.


Pero en el club cada vez me encontraba más y más seguido con personas que fumaban hachís
y que se pegaban sus voladas. En cierta ocasión me fumé un pito y en otra ocasión se me
ocurrió una excusa para rechazarlo.
Después ingresé a una pandilla fabulosa. Eran jóvenes de otros pueblos vecinos. Todos
trabajaban como aprendices. (En Alemania, los obreros especializados pasan primero por el oficio de aprendices- tradición gremial instituida en la Edad Media.) y casi nunca andaban
bajoneados. Eran personas reflexivas y que formulaban interrogantes. Cuando discutía con
ellos, siempre me aportaban algo. Y sobretodo, no eran brutales ni agresivos. Existía un
ambiente muy calmo entre nosotros.


En cierta ocasión formulé una pregunta bastante idiota: ¿Por qué teníamos la tendencia a
“volarnos”? Me respondieron que era evidente que necesitábamos desconectarnos de toda la
mierda de la jornada diaria.
Ellos estaban bastante frustrados en sus trabajos. Salvo uno: era un sindicalista y encargado
de los problemas de los trabajadores jóvenes. Le encontraba mucho sentido a la labor que
desempeñaba a diario. A su modo de ver, la sociedad tenía posibilidades de evolucionar en
forma positiva. En las noches, la mayoría del tiempo, no necesitaba fumarse un pito para
sentirse bien. Se conformaba con saborear algunos pocos tragos de vino tinto.
Los demás salían siempre frustrados y agresivos de sus trabajos, los que parecían
totalmente desprovistos de sentido. Todo el tiempo hablaban de abandonar sus trabajos.
Cuando se reunían, siempre había uno que relataba un altercado que había tenido con el
maestro de obras o cualquier otro disgusto por el estilo. Los otros les decían: “No pienses más
en tu trabajo” Luego hacía circular un pito y dábamos inicio a nuestro recreo nocturno.
Por un lado, era más afortunada que ellos: mi trabajo escolar no me desagradaba del todo.
Pero por otra parte estaba metida en el mismo cuento de ellos: no sabía para qué me iba a
servir todo eso, ni qué beneficio me iba a aportar todo ese stress. Pude comprender entonces
que no aprobaría mi licenciatura ni el bachillerato. También me enteré de que a pesar de
obtener un excelente certificado de egreso, una antigua drogadicta tenía escasas posibilidades
de conseguir un trabajo interesante.
En efecto, en mi certificado de egreso obtuve excelentes calificaciones pero tenía posibilidades
de hacer una práctica. Me lancé a la realización de un trabajo temporal, en virtud de una ley
destinada a impedir que los jóvenes sin trabajo anduvieran vagando por las calles. Hacía ya un
año que había dejado de inyectarme. Pero sabía, y lo entendía, muy bien, que me faltaban
años para estar verdaderamente desintoxicada. Por entonces, la drogadicción había dejado de
ser mi problema.
En las noches, cuando nos reuníamos los muchachos y las chicas de la pandilla alrededor
de una pipa de hachís y de una botella de vino tinto, los problemas cotidianos pasaban al
olvido. Hablábamos de libros que acabábamos de leer, nos interesábamos en la magia negra,
en la parasicología y el budismo. Estábamos en la búsqueda de algún personaje que nos
comunicara una feliz ensoñación, con la esperanza de aprender algo nuevo. Nuestra realidad
era bastante desagradable. Una de las chicas de la pandilla era alumna de enfermería y trajo
consigo unos comprimidos. Después de un tiempo, volví a ingerir Valium. No volví a tocar el
LSD, me aterraba pasar por la experiencia de realizar un mal “viaje”.Los otros miembros del
grupo los realizaban con bastante éxito.
En nuestro pequeño pueblo no había consumidores de drogas duras. Si alguno se quería
involucrar con éstas, se largaban de inmediato a Hamburgo. No había revendedores de
heroína de modo que uno no podía adquirirlas a menos que se fuese a vivir a Hamburgo, Berlín
y también a Nordersted.
Si uno estaba realmente interesado en conseguirla, lo podía hacer. Había personas que
tenían contactos. En ocasiones, los revendedores pasaban a nuestro lugar de reunión con todo
un surtido de drogas. Bastaba con pedir algo para volar y ellos de inmediato ofrecían:”
¿Desean Valium, Valeron, hachís, LSD, cocaína, heroína?”
En nuestra pandilla todo el mundo pensaba que era capaz de controlarse, de no sufrir el
riesgo de engancharse. En todo caso, la situación era diferente y mejor en algunos sentidos,
que la que había existido hacía tres o cuatro años en el Sector Gropius.
Si la droga nos brinda una cierta libertad, aquella no siempre es de la misma índole. Por
ejemplo, nosotros no requeríamos de un lugar como la “Sound” ni de su música estridente. El
centelleante titilar de los letreros luminosos de la Kurfurstendamm no tenía ningún atractivo
ante nuestros ojos. Lo que aborrecíamos era el pueblo. Nuestra gran volada


era convivir próximos a la naturaleza. Todos los wikenes partíamos a la aventura por
Schleswig-Holstein. Dejábamos el coche por algún lugar y continuábamos el camino de a pié
hasta que llegábamos aun sitio localizado entre medio de los pantanos- allí estábamos
seguros de no encontrar a nadie.
Lo más fantástico de todo era nuestra cantera de yeso. Un orificio gigantesco en plena
campiña. Tenía casi un kilómetro de largo por doscientos metros de ancho y cien metros de
profundidad. Con paredes verticales. Abajo, en el fondo, la atmósfera era muy dulce y apacible.
No corría una gota de viento. Y estaba repleto de plantas que nunca habíamos visto en otro
lugar. Ese pequeño valle maravilloso estaba surcado por arroyos cristalinos, por cascadas que
brotaban de los muros. El agua coloreaba la roca blanca de color castaño, el suelo era una
alfombra de piedra blanca, que semejaba osamentas reales de mamuts.
Las gigantescas máquinas excavadoras y los tapices rodantes que durante la semana metían
un ruido infernal, los domingos daban la impresión de permanecer inmóviles y silenciosos
desde hacía varios siglos. El yeso también los había vestido de blanco.
Estábamos completamente solos, separados del mundo exterior por abruptas murallas
blancas. Ningún sonido lograba traspasar este destino. No escuchábamos otro ruido aparte de
aquel que provenía de las cascadas de agua.
Decidimos, por lo tanto, comprar la cascada para que no fuera explotada en el futuro. Nos
instalaríamos en el interior. Construiríamos cabañas, cultivabaríamos un gran jardín, criaríamos
animales. Y dinamitaríamos el único camino que nos condujera a la superficie exterior.
No tendríamos ningún deseo de regresar...
FIN :'(
okey se termino el libro :) espero que les haya copado... si les interesa pueden buscar videitos, hay una pelicula de este libro que la produjo David Bowie y aparece en escena, bajenla... se llama: "Christiane F. – Wir Kinder vom Bahnhof Zoo"

Adieeuu!

Yo, Chistiane F. 13 años, drogadicta y prostituta (cap 19/20)

Christiane F
 Mis compañeros no tenían proyectos para el futuro como yo. Por otra parte ¿cómo podría un
alumno de un Curso Complementario tener proyectos? Si al egresar tenía la suerte de
encontrar una vacante como obrero, estaría obligado a tomarla, le gustase o no.
Muchos, en realidad, se burlaban de todo lo que estuviera relacionado con el desempeño
profesional. Razonaban de la siguiente manera: ¿Para qué vamos a preocuparnos si en este
país nadie se muere de hambre? No tenemos ninguna posibilidad al egresar del Curso
Complementario. Entonces ¿Para qué nos vamos a preocupar?”
Algunos de estos muchachos se perfilaban como los futuros gangsters y otros ya habían
empezado a beber. Respecto de las chicas, ellas no se quebraban la cabeza. En algún
momento se encontrarían con el hombre que se preocuparía de satisfacer todas sus
necesidades. Mientras esperaban, podían trabajar como dependientas en una tienda o como
obreras de una fábrica. Necesitaban trabajar encadenadas- o también permanecer rezagadas
en sus casas.
Todo el mundo no era de esa onda pero así era, en general, el ambiente general de la
escuela: sin ilusiones y sobretodo, sin ideales. Yo estaba desmoralizada porque no era de ese
modo cómo había imaginado mi vida después de abandonar la droga.
Me preguntaba a menudo porqué los jóvenes se sentían tan desmotivados. Ya nada les
provocaba placer. Una moto a los dieciséis, un cacharro a los dieciocho… Cuando no llegaban
a poseerlos, se sentían miserables. Incluso yo, que era de naturaleza soñadora, me visualizaba


evidentemente en un futuro cercano, con un departamento y un auto. Era penca reventarse
como mi madre por una vivienda o por un nuevo juego de living.
Eso fue bueno para la generación de nuestros padres, con sus teorías pasadas de moda.
Para mí- y creo que para muchos como yo- esos cuentos materialistas, ese pequeño confort,
era lo “minimum vitale”. Necesitábamos algo más, algo que le diera sentido a nuestra vida. Y
aquello no se vislumbraba por ninguna parte. Pero un cierto número de jóvenes- entre los
cuales me contaba- estaban buscando aquello que podía darle sentido a nuestras vidas.
Experimenté sentimientos muy ambivalentes cuando debatimos acerca del significado del
movimiento nacional socialista en clases. Por una parte, me sentí profundamente asqueada por
todas esas atrocidades- de sólo pensar que existieron seres humanos capaces de eso… pero
por otro lado, pensé que antes todavía existían cosas en las que los seres humanos creían. Un
día me descubría a mí misma diciendo en plena clase lo siguiente: “Desde un cierto punto de
vista, me habría gustado mucho haber vivido en el período del Nazismo. Al menos, los jóvenes
sabían en lo que estaban, tenían ideales. Creo que más vale que un joven se sienta
desengañado por un ideal que no haber contado con ninguno en su vida”. No hablé
completamente en serio, pero había algo de mi verdad en lo quería expresar.
Los jóvenes de provincia, por su parte, se lanzaban en todo tipo de aventuras debido a la
insatisfacción que sentían ante una sociedad imaginada y recreada por los adultos. Nuestro
pequeño pueblo no estaba resguardado de la violencia: ésta había descubierto un sitio para
ocultarse. El movimiento “punk” (llegó con dos años de retraso respecto de Berlín) logró
conquistar adeptos de ambos sexos. Siempre me atemoricé al ver a aquellos individuos- que
no eran tarados en lo absoluto- considerar a los “punks” algo extraordinario, cuando en el
fondo eran símbolo de un gran brutalidad. También su música carecía de inventiva: aquello no
era nada más que un puro Bum-Bum…
Tuve un compañero que se hizo “punk”. Hasta el día en que se largó a pasear con un alfiler
de gancho en la mejilla y una culebra en el bolsillo, era un tipo interesante para conversar.
Tiempo después se armó una tremenda trifulca en el bar del pueblo, le quebraron dos sillas
sobre la cabeza y después le abrieron el estómago con una botella. En el hospital le lograron
salvar la vida por un pelo…
Para mí, lo más lamentable era la rudeza que utilizaban los jóvenes para relacionarse entre
ellos. Nos habían contado un montón de estupideces acerca de la emancipación y de la
liberación femenina. Por mi lado, jamás imaginé que los muchachos trataran a las chicas con
tanta brutalidad. Se diría que les afloraba toda la agresividad contenida. Sedientos de poder y
de éxito la descargaban con mujeres vulgares al no poder hacerlo con sus correspondientes
pares.
La mayoría de esos gañanes frecuentaban las discotecas del pueblo y me inspiraban un
verdadero terror. Quizás porque me veía diferente de las otras chicas, andaban siempre a la
siga mía. Aquellos silbidos acompañados de “Y entonces, mi vieja ¿Vamos a dar un paseo?”.
Me repugnaban más que los dimes y diretes de la Kurfurstenstrasse. Los clientes, al menos,
hacían señas desde los volantes de sus autos y nos regalaban una sonrisa. Pero los pichones
del pueblo ni siquiera se daban esa molestia. Estoy segura que mis clientes fueron más
amables y tiernos de lo que eran esos mocosos de mala clase con sus pololitas. Llegaban y te
besaban sin decir una palabra. Tampoco se les ocurría hacerte un gesto cariñoso. Actuaban
sin la menor ternura- y no se les pasaba por la mente pagarte por ello.
Todo ese asunto me llegó a desagradar a tal punto que no soportaba que un muchacho
me pusiera una mano encima. Todos esos cuentos de atracar con los muchachos del pueblo
me reventaban. ¿Porqué un tipo que salía contigo por segunda vez tenía derecho a
manosearte? Y las chicas se dejaban hacer así no tuvieran la menor gana de que las tocaran.
Lo aceptaban como parte de las reglas del juego. Y si una se sentía atemorizada y lo
rechazaba, el tipo contaba a diestra y siniestra que esa pequeña era una “maldita frígida”.
Yo no me conducía como las demás. Lo mismo ocurría cuando me gustaba mucho algún
muchacho y quería salir con él. Ponía de inmediato las reglas del juego: “No intentes tocarme.
Si debiera ocurrir algo entre nosotros, seré yo la que tome la iniciativa”. Pero en honor a la
verdad, después de permanecer seis meses en el pueblo, nunca volví a acostarme con un hombre. Y terminaba todas mis relaciones cuando me daba cuenta que mi pololo se quería
acostar.
Eso también era parte de la cuenta que había que saldar por mi pasado. Yo había pensado
de buena fe que la prostitución iba a tener un efecto secundario en mi vida, que había sido
parte de ser toxicómana. Pero afectó mis relaciones con los muchachos. Pensaba que me
querían explotar una vez más.
Intenté sacarle provecho a mi experiencia con los varones. Ayudaría a mis compañeras de
clases sin decirles cómo había adquirido esa experiencia. Y mi mensaje fue entendido
perfectamente. Me convertí en una especie de “Correo del Corazón” a quién todas las chicas
venían a solicitarle consejos- ellas notaban que era más experimentada. Lo que no podía
hacerles comprender era porqué debían comportarse de tal o cual manera.
La mayoría de las chicas no vivían más que para los muchachos y aceptaban pasivamente
su crueldad e insensibilidad. Si un tipo plantaba a su polola y se iba con otra, no criticaban al
tipo pero si a la nueva pololita. Entonces ella era la puta, la desgraciada, la no sé cuánto… Y
los fulanos más brutales eran los más admirados.
Todo aquello no lo había logrado comprender plenamente hasta que tuve la gran
oportunidad de viajar con mi curso al Palatino. Estábamos alojadas cerca de una discoteca, y
la mayoría de las niñas querían ir allí a partir de la primera noche. Cuando regresaron no
hacían otra cosa que hablar de unos tipos sensacionales con unos tremendos aparatos: se
referían los muchachos de la localidad. Para ellas, los palatinos eran unos verdaderos dioses.
Fui a darle una mirada a la famosa discoteca. Lo que allí sucedía era fácil de explicar. Los
tipos de los alrededores acudían allí con sus motos o con sus autos para enganchar a las
chicas que venían en viaje de estudios.
Me esforcé en hacerles comprender a las muchachas de mi curso que esos tipos sólo querían
explotarlas. ¡Qué pérdida de tiempo! Al menos una hora antes de que abrieran la discoteca,
estaban todas esas mocosas sentadas frente a sus espejos para maquillarse y ponerse
cachirulos. Después, no se atrevían ni a moverse por temor a despeinarse.


Delante de esos espejos perdían su identidad. Ellas sólo representaban máscaras encargadas
de complacer a esos montadores de hembras. Me quedé enferma de ver todo aquello. Hasta
hacía un tiempo atrás, yo también me maquillaba y me disfrazaba para agradar a esos
infelices: primero, a los fumadores de hachís, después a los drogadictos. También me había
despojado de mi personalidad para transformarme en una toxicómana.
Durante todo el viaje no hubo otro tema aparte de aquel relacionado con esos despreciables
fulanos. Sin embargo, la mayoría tenía a un cornudo esperándola en casa. Elke, mi compañera
de cuarto, había pasado toda la primera noche escribiéndole a su pololo. Al día siguiente fue a
la disco, después comenzó a estar más y más deprimida. Me contó que un tipo la había
manoseado. Pienso que aquello le sucedió porque quería demostrarles a las demás que había
sido capaz de que uno de esos tipos increíbles se interesara en ella. Atormentada por los
remordimientos, lloraba como una Magdalena. Para colmo, el tipo le había preguntado a otra
compañera de nuestro curso si era fácil acostarse con una chica y señaló a Rosie. Eso fue una
catástrofe. Un profesor la descubrió besándose dentro de un coche. La pobre desgraciada
estaba completamente ebria, el tipo la había hecho ingerir una tremenda cantidad de Coca-
Cola con ron, una detrás de la otra. Rosie era virgen y ahora estaba sumida en plena
depresión. Las otras chicas convocaron a una asamblea general para resolver qué haríamos
con ella: el retorno a su hogar fue solicitado por unanimidad. A nadie le importó un pepino
censurar al tipo que la obligó a embriagarse y que casi, poco más o menos, la violó. Yo fui la
única que votó en contra. Por todo lo que ella señaló que habían visto y escuchado en la
discoteca, los profesores tomaron la decisión de prohibirnos el ingreso a ese lugar.
Esa falta de solidaridad entre nosotras, las mujeres, me desagradó. Desde que comenzó el
asunto de los muchachos, los lazos de amistad pasaron a segundo término. Tal como ocurría
entre Babsi, Stella y yo cuando se trataba de heroína.
Aún cuando aquella historia no me concernía directamente, me dejó un gusto amargo en la
boca. Durante los dos últimos días sufrí una inmensa recaída. La voladura no se me pasó
hasta que regresamos a casa.
A pesar de todo, había pensado arreglármelas para adaptarme al mundo tal como era. Había
dejado de pensar en escapar. Sabía que si lo hacía, me refugiaría de nuevo en las drogas.
Todo aquello lo mantenía en secreto y cada vez tenía más en claro que la adicción no era una
solución. Me decía que tenía que existir algún modo de sobrevivir en esta sociedad corrupta
para luego poder adaptarme a ésta. Había logrado encontrar un apoyo: un amigo que me
brindaría mucha seguridad.
Con él se podía conversar de todo ya que siempre sabía ubicar las cosas en el lugar preciso.
Tenía capacidad para soñar pero también sabía hallar soluciones prácticas en todas las
circunstancias. El también pensaba que algo estaba podrido pero estimaba que así como en la
sociedad existían fuerzas del Mal también existían fuerzas del Bien. Quería dedicarse al
comercio, ganar mucho dinero. Después se compraría una cabaña con troncos de madera en
Canadá, en pleno bosque, y viviría allí el resto de su vida. Detlev también había soñado con
Canadá.
Mi pololo era liceano y me enseñó a tomarle el gusto a mis estudios. Me di cuenta de que
el Curso Complementario me podía aportar bastante a condición de que trabajara para mí y no
para la Libreta de Notas. Me puse a leer cantidades de libros. No importaba qué…
El “Werther” del Goethe, las obras del autor de Alemania Oriental, Plenzorf, las obras de
Hermann Hesse, y sobretodo, los de Erich Frohmm.
“El arte de amar” se convirtió en mi Biblia. Me aprendí páginas enteras de memoria, a fuerza de
releerlas. También copié algunos pasajes para tenerlos a mano en mi velador. Ese Frohmm era
un tipo fantástico, un espíritu realmente penetrador. Si se hubieran puesto en práctica sus
ideas, la vida debería tener algún sentido. Había dado en el clavo. Pero resultaba terriblemente
difícil observar esas reglas porque los demás las desconocían. Me gustaría preguntarle a Erich
Frohmm cómo se las arreglaba para vivir de acuerdo a sus principios en un mundo como el
nuestro. Yo había constatado que si uno desea valerse de sus principios para enfrentar la
realidad, la respuesta no era siempre positiva.
Ya sea por lo que representa y por su contenido ese libro debería ser obligatorio en todas las
escuelas. Al menos, esa era mi opinión. Pero no me atrevía tampoco a hablar acerca de ello
con mis compañeras de curso, intentarían servirse de mi pobre cerebro para estallar en mil
tontas risotadas. En una ocasión, se me ocurrió abrir el libro en clases. Mi propósito había sido
leer un párrafo que aclaraba un problema que se venía arrastrando en nuestro curso. El
profesor miró el título del libro y me lo arrebató de inmediato. Cuando terminó la clase, me dirigí
donde el profesor para que me devolviera el libro. Se negó a entregármelo y dijo:” ¡Así que la
señorita lee obras pornográficas en horas de clases! ¿No es así?” estas fueron sus auténticas
palabras. El apellido Frohmm no le decía nada y el título “El Arte de Amar” no podía ser otra
cosa que pornografía, si provenía de una putita toxicómana. ¡Seguro que lo había llevado a
clases para corromper a los alumnos!
Al día siguiente, me regresó el libro del cual hizo un gran elogio. A pesar de todo, era mejor
que no lo llevara a clases porque el título se prestaba a confusión.
Sin embargo tuve disgustos mayores y ni más ni menos que con el Director de la escuela.
Era un tipo que carecía de confianza en sí mismo. Era un frustrado. A pesar de su cargo, no
tenía ninguna autoridad sobre los alumnos. Entonces intentaba compensarse a costa nuestra
tratándonos pésimo. Cuando le tocaba hacer clases durante la primera hora nos hacía cantar y
hacer gimnasia. Pretendía así ponernos en acción, alborotarnos, no sé, quizás despertarnos
para el resto del día. Para obtener una buena calificación en su curso había que seguirle la
corriente, repetir exactamente lo que él decía.
Lo teníamos también en clases de música. Un día intentó ser amable con nosotros y nos
habló de la música de la juventud. Pero no dejaba de mencionar la frase:” el jazz de hoy”. No
entendí qué era lo que nos quería decir... ¿Se refería acaso a la música pop? Le pregunté qué
quería decir cuando se refería al “jazz de hoy”. El pop y el rock eran muy diferentes del jazz.
Quizás lo dije en un tono irrespetuoso. No lo sé, en todo caso, no pensé en las consecuencias
que iban a tener mis palabras. El Director montó en cólera, se puso furioso y me expulsó de la
clase, gritando como un poseso.
Sin embargo, antes de cerrar la puerta, estuve tentada de excusarme. “Yo creo, pienso
que… tuvimos un malentendido”. Me llamó para que regresara. Pero no lo hice, no quería
perder la gota de autoestima que me quedaba. Pasé el resto del tiempo en el corredor. A pesar
de todo, no perdí el control y me mantuve en mi lugar. En otras circunstancias, me habría
largado de inmediato.
Al final de la mañana fui citada a la oficina del Director. Tenía expedientes en su mano. El mío,
por supuesto. Lo hojeó en mi presencia para demostrar que lo había leído. Después me dijo
que no estábamos en Berlín. Que me había brindado hospitalidad en su colegio y que me
habían solicitado que actuara en consecuencia. Dadas las circunstancias, estaba en su
derecho a expulsarme a partir de la mañana del día siguiente.
Perdí los estribos instantáneamente de la impresión. No quería regresar nunca más a la
escuela. Era incapaz de hacerle frente, era demasiado para mí, que al menor incidente
intentaban deshacerse de mí.
Me sumergí en mi concha. Anteriormente- y en parte bajo la influencia de mi pololo- había
prometido trabajar muy duro para intentar salir adelante, a pesar de las dificultades que debía
enfrentar por egresar de un Curso Complementario, de repasar todas las materias de la
enseñanza paralela para poder dar mi bachillerato. Después de lo ocurrido ya no había nada
más que hacer. Sabía que nunca lograría salir a flote. Era necesario pasar bien los tests
psicológicos, obtener una autorización especial del Inspector de la Academia, etc. De hecho,
sabía que además mi expediente me perseguiría por todas partes.
Sólo me quedaba mi pololo, aquel muchacho tan razonable. Con el tiempo me empecé a
relacionar con otros muchachos del pueblo. Personas muy diferentes a mí pero eran gratos.
Individuos más seguros de sí mismos que los del pueblo vecino. Formaban una verdadera
comunidad. Tenía su propio club. Un club sin depredadores. Allí, de hecho, todavía reinaba un
cierto orden, a la antigua usanza. Bueno, de vez en cuando, los muchachos bebían un poco
más de la cuenta. La mayoría de esos muchachos y muchachas me habían aceptado a pesar
de lo diferente que era de ellos. También llegué a creer, durante un tiempo, que podría ser
como ellos. O como mi pololo. Pero aquello no duró. Me vi. obligada a terminar con él- al inicio
de la mala racha- cuando se quiso acostar conmigo. Yo no podía hacerlo. No podía acostarme
con otro que no fuera Detlev. Ni siquiera podía pensarlo. Todavía lo amaba. Pensaba mucho
en él aunque me esforzaba en no hacerlo. Le escribía de vez en cuando, a la dirección de Rolf.
Pero fui lo suficientemente racional para no despachar las cartas.
Me enteré que de nuevo estaba en la cárcel. Igual que Stella.
Me volví a reunir con algunos de los jóvenes de los alrededores por lo que me había sentido
particularmente atraída. Podía hablar más libremente de mis problemas. Junto a ellos me
sentía considerada, no sentía temor por mi pasado. Su pensamiento acerca de la vida se
asemejaba al mío. Era inútil intentar un personaje, un “rol”. “adaptarse”, transmitíamos en la
misma onda. No obstante, al comienzo los mantenía a la distancia. Porque todos ellos, de una
manera u otra, se sentían tentados por la ingestión de la droga.
Mi madre, mi tía y yo creíamos que la droga era desconocida en aquellos parajes. Al
menos, las drogas duras. Cuando la prensa hacía mención de la heroína, la noticia siempre
provenía de Berlín y con mayor seguridad, de Frankfurt. Estaba convencida de ser la única ex
–toxicómana en miles de kilómetros a la redonda.
El primer viaje de compras con mi tía me desengañó. Fue a comienzos de 1978. Fuimos a
Norderstetd, una nueva ciudad, una suerte de ciudad-habitacional, en los suburbios de
Hamburgo.