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Christiane F |
Corrí al baño a inyectarme. Después logré que las lágrimas brotaran hacia el exterior. Ya no
sabía si lloraba por Babsi o por mí. Me volvía a acostar. Me fumé un cigarrillo para tener valor
para leer el reportaje completo. Estaba redactado de una manera diferente, no era un artículo
sensacionalista: “…la jeringa tenía un solo uso…, era de plástico, de un color blanco lechoso,
estaba puesta en la mano izquierda. Babette D., una escolar de catorce años, está muerta. La
joven, la víctima más joven de la droga- fue encontrada inanimada en un departamento de la
calle Brotteroder. Nadjy R. (30 años) declaró a la policía que la había recogido en la discoteca
“Sound” de la calle Genthiner. Como no tenía donde alojar, el le había ofrecido que esa noche
se quedara en su departamento. Babette es la víctima número cuarenta y seis de la droga en
Berlín desde comienzos de año, etc.”
Después agregaron el mismo cuento de siempre: la confusión y el desorden habitual del mundo
de los drogadictos. Era así de simple ¿Verdad? Después le tocaría el turno a las revistas:
tejerían un montón de historias acerca de Babsi, “La víctima más joven de la droga en Berlín”.
Alrededor del mediodía me repuse un poco del impacto. Lo que experimenté después fue
una tremenda cólera. Estaba convencida de que algún infeliz le había vendido a Babsi la
mercadería adulterada. Quizás estaba mezclada con estricnina. La droga con estricnina había
comenzado a invadir Berlín. No lo pensé más. Fui a la policía, entré sin golpear a la oficina de
la Schipke y me largué a “cantar”. Les conté todo lo que sabía acerca de aquellos
revendedores inescrupulosos, los intermediarios del comercio de la droga, la “Sound”. Todo
aquello no pareció interesarles mucho. Al final, ella me salió con su eterno: “Hasta la próxima
vez, Christianne”.
Yo me dije a mí misma que todo eso de la droga le daba igual a la policía. Aquello de la
venta de droga adulterada. Lo único que hacían era esperar que apareciera el nombre de algún
drogadicto muerto por sobredosis en los diarios para poder tirarle una raya encima a la lista
que ellos manejaban. Me juré encontrar entonces al asesino de Babsi.
El tipo con el que habían encontrado a Babsi quedó fuera del proceso. Lo conocía bien. Tenía
mucha droga y era un tipo muy repelente. Le gustaban las chicas muy menores. En una
ocasión me había llevado en su automóvil a dar un paseo, me invitó a almorzar y después me
pagó por eso. Sólo se acostaba con las niñas que deseaban hacerlo. A mí me podía esperar la
vida entera… Era un hombre de negocios pero nunca comprendió que la prostitución era un
modo de comerciar y nada más que eso.
Después me fui a patinar a la Kurfurstentrasse. Mi objetivo era ganar bastante dinero para
poder probar la droga de todos los revendedores sospechosos. Y efectivamente, compré
heroína a numerosos tipos y de pronto descubrí que estaba totalmente volada. De todos
modos, nadie sabía, o quería saber, a quién le había comprado Babsi su última dosis. Me
imaginé en una eterna búsqueda del asesino de Babsi cuando en el fondo lo que estaba
buscando era drogarme hasta las muelas. Lo hacía en forma bien intencionada y me repetía
discursos de la siguiente índole: “Debes encontrar a ese canalla, así debas abandonar tus
huesos en este cuento”. De golpe, no volví a sentir temor por inyectarme.
Ya no me importaba abusar de mi padre. De todos modos, desde hacía un tiempo, se había
puesto desconfiado y algo sospechoso. Creo que esperaba la prueba decisiva. No tardó en
hallarla…
Una tarde me di cuenta que no tenía droga para la mañana del día siguiente. Me era
imposible salir, mi padre estaba en casa. Llamé a escondidas a Henri y quedamos de juntarnos
en Gropius. Mi padre me sorprendió delante de Schlückspecht. Henri se arrancó pero mi padre
descubrió la droga.
Confesé todo. Comencé por mis relaciones con Henri.Ya no me quedaban fuerzas para
mentir. Mi padre me ordenó que llamara a Henri para decirle que nos juntáramos al día
siguiente en el Parque Hasenheide para pedirle más droga. Le quería hacer una encerrona.
Luego se dirigió a la estación de la policía, les contó todo y exigió que fuesen a arrestar a Henri
al parque. Le respondieron que…que ellos no podían actuar de esa manera. Había que
proceder a realizar una redada en grande y organizarla de otra forma, ese tipo de operaciones
no se organizaban de la mañana a la noche. Entonces no estaban terriblemente interesados a un “sobornador de menores”, fue la expresión que utilizó mi padre. Era demasiado trabajo. me
quedé muy contenta de que no me endosaron el sucio rol de provocadora.
Siempre pensé que el día que mi padre me descubriera me dejaría medio muerta tirada en
la baldosa. Pero su reacción fue muy diferente. Me pareció embargado por la desesperación.
Casi tanto como mi madre. Me habló con mucha suavidad. Había terminado por comprender
que aunque yo no lo deseara era difícil que me deshiciera definitivamente de la heroína. Pero
no abandonó la esperanza de alejarme del vicio.
Al día siguiente me encerró de nuevo en el departamento. Se llevó a Yianni. Nunca más lo
volvería a ver. Tuve una abominable crisis de abstinencia. Al mediodía ya no pude contenerme
y llamé por teléfono a Henri. Le supliqué que me trajera heroína. Como la puerta de entrada
estaba con llave, haría descender una cuerda desde mi ventana, desde el onceavo piso.
Terminé por convencerlo. Me pidió a cambio le escribiera una carta de amor y que se la hiciera
llegar con uno de mis calzones. El no daba jamás algo a cambio de nada. ¿Acaso no era un
hombre de negocios?
Registré el departamento en busca de todo lo aquello que pudiese oficiar de cuerda y di con
unas cuerdas de plástico para envolver la ropa del lavado y otra de la bata de levantar de mi
padre. Las anudé juntas. El trabajo era interminable: había que hacer muchos nudos y probar
permanentemente para comprobar si resistirían la prueba. El asunto, además, era fabricar un
cuento con la suficiente longitud. Después garabateé la famosa carta. En plena crisis de
abstinencia.
Henri llegó puntual a la cita. Saqué del armario un calzón bordado- estaba bordado por
mis propias manos- lo embutí, al igual que la carta, en la caja de mi secador de pelo y lancé mi
despacho aéreo por la ventana desde el cuarto de los niños. Y funcionó. Henri cogió lo suyo,
metió la bolsita con la droga en la caja. Muchas personas se interesaron en nuestro
cambalache pero Henri no parecía molesto. En lo que a mí se refería, pues yo estaba en mi
onda propia, lo único que me interesaba era la droga. El resto me importaba un pito.
Finalmente, mi encargo estaba en mis manos. Me apresuré a inyectarme cuando sonó el
teléfono. Era Henri. Había un malentendido: quería un calzón usado. Yo tenía la heroína y todo
lo demás me daba lo mismo. Para que el tipo me dejara tranquilo cogí el calzón más viejo que
tenía y se lo puse en la cesta de la ropa para lavar. A continuación la tiré por la ventana.
El asunto fue a parar a un matorral. Henri parecía dispuesto a irse sin el envío pero
finalmente se lanzó en su búsqueda.
El tipo estaba completamente chiflado. Después del cuento de la cuerda me enteré que hacía
tres semanas que estaba bajo orden de arresto. Los policías, simplemente, no habían contado
con el factor tiempo para apresarlo. Su abogado también le había advertido que estaba metido
en un asunto peliagudo. Pero cuando se trataba de chicas, Henri perdía completamente la
cabeza. Me tocó ser testigo de su proceso. Dije la verdad. Por un lado, me deshice de él como
de varios clientes. Por el otro, sentí lástima y me costó declarar en su contra. En todo caso, el
no era peor que los otros traficantes: esos sabían que los toxicómanos dependíamos de su
dinero para comprar la droga. Todos ellos eran asquerosos. Pero Henri sufría de una
drogadicción perversa. Su droga eran las chicas. Yo creo que el lugar que el lugar que le
correspondía calzaba perfectamente mejor con una clínica psiquiátrica en vez de una cárcel.
Henri G. fue condenado el 10 de febrero de 1978 por el Tribunal de Mayor Cuantía de Berlín a
permanecer en prisión por un período de tres años y medio por proveer de drogas a Babsi y a
mí así como atentar en contra del pudor de una menor.
Permanecí encerrada en el departamento durante varios días: Pero como Henri me había
traído una buena provisión de heroína, no sufrí crisis alguna. Una mañana, mi padre salió y me
dejó la puerta sin llave. Me largué de inmediato a la calle. Me escondí durante toda una
semana antes que diera conmigo y me llevara de vuelta a casa. Contra todo lo previsto, no me
golpeó. Sólo daba la impresión de estar cada vez más desesperado.
Le dije entonces que no regresaría sola. Que era demasiado duro estar todo el día sola en
la casa. Babsi estaba muerta. Detlev en la cárcel, Stella en la cárcel. Le hablé de Stella. Ella
estaba por cumplir los catorce años. Le dije que acababa de ser liberada y quién había sido su
compañera de celda. Stella tenía una sola idea en la cabeza: matarse. Su único apoyo eran los
terroristas- las niñas de la Fracción Armada Roja, detenidas en esa misma prisión. Ella se
juntaba muchas veces con Mónica Barberich y estaba fascinada con esa mujer. Muchos
adictos encontraban fantásticos a los terroristas. Varios de ellos habían intentado entrar a un
grupo terrorista antes de reventarse con las drogas. Durante un período, cunado ocurrió lo de
Scheleyer, también me sentí tentada por el terrorismo. Pero yo odiaba la violencia. Jamás hubiese podido hacerle a daño a nadie y el sólo ver un acto de violencia me enfermaba. Yo
pensaba entonces que los miembros de la pandilla de Baader realizaban un acertado análisis
de la realidad actual. Que no se podía cambiar esta sociedad podrida si no era a través de la
violencia.
La historia de Stella logró conmover a mi padre. Dijo que se contentaría con sacarla de la
cárcel y adoptarla. Por mi parte, lo convencí de que si no estábamos juntas, Stella y yo,
volveríamos a reincidir en la droga. El cuento lo ponía ante la evidencia de estar enfrentado
ante el último intento de lucha. Una suerte de última oportunidad. Era un razonamiento idiota
pero ¿cómo podía llegar a saberlo? Mi padre no empleó, ciertamente, el método adecuado
conmigo durante el tiempo que permanecí junto a él pero hizo lo que pudo. Igual que mi madre.
Mi padre se dedicó a tramitar la tutela de Stella a través de visitadoras sociales. Estas
últimas se negaban a dejarla en libertad. Decían que se encontraban al borde del arroyo, tanto
físicamente como psicológicamente. Peor aún que antes de ser arrestada.
Yo me había prometido estar “limpia” para cuando llegara a nuestra casa, pero no fue así. Y
también hice recaer a Stella a partir del primer día. Pero ella habría reincidido de todas
maneras. Después de algunos días hablamos seriamente de nuestro desenganche. Después
adquirimos una técnica perfecta para engañar a mi padre. Para nosotras nos resultaba fácil,
nos repartíamos todas las tareas e igual íbamos al hipódromo por turnos. Siempre en la
Kurfurstentrasse. A buscar clientes en automóvil.
Todo me provocaba tal indiferencia que aquello no me disgustaba. Éramos un grupo de
cuatro chicas: Stella y yo además de las dos Tinas. El destino quiso que ambas se llamaran
Tina. Una tenía un año menos que yo, había cumplido recién catorce años. Trabajábamos al
menos de a dos. Cuando una partía con un cliente, la otra anotaba en forma ostensible el
número de la patente- eso desalentaba a los tipos que deseaban jugarnos alguna jugarreta.
También servía como sistema de protección contra los cabrones. Ya no le teníamos miedo a
los policías. Algunos nos hacían una seña amistosa con la mano cuando salían a patrullar. Uno
de ellos pasó a convertirse en uno de mis clientes habituales. Un fulano enfermo de divertido.
Todo el tiempo reclamaba porque aspiraba a recibir amor: había que explicarle que la
prostitución juvenil era un asunto de trabajo y totalmente ajeno al amor.
El no era el único cliente que se formaba expectativas amorosas. La mayoría deseaban
conversar un poco. Por supuesto, tendían a repetir el mismo cuento: ¿Cómo era posible que
una chica tan bonita como yo hubiera terminado en esto? Debería haber alguna solución, etc.
Era el tipo de infelices que más me exasperaba. A algunos se les metía en la cabeza la idea de
salvarme. Recibí montones de proposiciones matrimoniales. Y en debida forma. Sin embargo,
todos aquellos bellos sentimientos no les impedían explotar el desamparo de las toxicómanas
para su satisfacción personal, con pleno conocimiento de causa. Eran mentirosos como la
noche oscura. ¡Qué tipos! Se imaginaban que nos podrían ayudar cuando ellos mismos
estaban embromados hasta el cuello con sus propios problemas.
La mayoría de ellos eran unos cobardes que no se atrevían a ir con las profesionales. Por
lo general, tenían dificultades con las mujeres hechas y derechas y por eso recurrían a la
prostitución infantil. Ellos no contaban que se sentían terriblemente frustrados por causa de su
esposa, o de su familia, o bien por causa de la vida que llevaban donde nada cambiaba jamás.
En ocasiones, ellos también nos daban la impresión de desearnos, al menos, porque éramos
jóvenes. Nos interrogaban acerca de la juventud actual, sobre sus gustos, su música, su
lenguaje, la moda, la vestimenta, etc.
Una vez, uno de esos tipos, un tipo de unos cincuenta y tantos, quería fumar hachís en
forma muy insistente porque se figuraba que todos los jóvenes lo hacían. Y me pagó para que
lo acompañara. Me entregó el doble de la tarifa y nos fuimos en busca de un revendedor.
Recorrimos la mitad de Berlín y yo no había considerado que en aquella ciudad uno
encontraba heroína en todos los rincones. Sin embargo, en ninguna parte había hachís.
Uno se encontraba con ejemplares retorcidos en este oficio. Había un tipo que me pedía que
lo golpeara con una varilla de acero que, por lo general, llevaba puesta en una de sus piernas
después de sufrir un accidente en motocicleta. Otro llevaba siempre consigo un papel con un
sello azul que tenía aspecto de documento oficial: era un certificado de esterilidad- por lo que
no usaba preservativos. Había otro, el más puerco de todos, me contó que dentro de una sala
de cine podía simular un asalto. Acto seguido, sacó una pistola y me obligó a ocuparme de él
en forma gratuita.
Mis clientes favoritos eran los estudiantes. Ellos iban de a pié. Figuraban entre los clientes
más reprimidos. Pero a mí me gustaba mucho conversar con ellos. Discutíamos el tema de la
pudrición de la sociedad actual. Sólo a ellos los acompañaba a sus habitaciones. Con los otros, el asunto se arreglaba dentro de un coche o en el cuarto de un hotel. Allí la cosa era bastante
desagradable: le costaba diez marcos extras al cliente, y por la tarifa no daban derecho a
ocupar la cama, nos instalábamos en una litera del lado asignada para estos usos.
Stella y yo nos comunicábamos a través de palabritas transcritas de un lenguaje codificado
que garrapateábamos sobre un muro o sobre una columna Morris. Así siempre estábamos al
tanto de nuestros respectivos relevos. Era la mejor forma de protegernos en contra de la
astucia de mi padre. En ocasiones, cuando me agotaba de la Kurfurstenstrasse, la que me
llegaba a revolver el estómago, me dirigía a una tienda que se llamaba “Teen Challenge”. A
uno le daban folletos y libros que contaban la historia de pequeños toxicómanos y putitas
norteamericanas que habían ayudado a terceras personas a encontrar el camino de Dios. Las
personas que trabajan en ese sitio iban a alojarse a dos pasos del sitio donde se practicaba la
prostitución infantil y de la “Sound” para hacer proselitismo sobre el terreno. Yo tomaba té y
comía buñuelos en “Teen Challenge” al compás de una cháchara pero cuando se largaban a
hablar del buen Dios, yo ahuecaba el ala y me largaba. En el fondo, ellos también querían
explotar a los adictos: cuando veían que uno estaba al borde del abismo, intentaban
reclutarnos en una secta.
Justo al lado del “Teen Challenge” estaba una agrupación del partido Comunista. A veces
leía sus enunciados en la vitrina. Querían cambios absolutos en lo social. ¡Eso me agradó!
Pero en la situación en la que me encontraba, su jerigonza no me servía de ayuda alguna.
También miraba las vitrinas de las grandes tiendas de muebles de la Kurfurstenstrasse y de la
calle Genthiner. Me recordaban mis antiguos sueños de un departamento nuestro, de Detlev y
mío. Eso me hacía sentir cada vez más desgraciada.
Había llegado a decaer a tal punto que me encontraba casi en la etapa final de la carrera
de un toxicómano. Cuando los clientes eran escasos ya no retrocedía ante la delincuencia.
Pero eso no llegó muy lejos, no había nacido para aquello, tenía el sistema nervioso en mal
estado.
El día en que una pandilla de drogadictos quiso llevarme a robar, me sentí desinflada. Mi
mayor proeza consistió en robar una radio a transistores de un auto después de plantarle unos
puñetazos al vidrio a la ventana del coche. Además, me tragué tres cuartas partes de una
botella de vermouth para envalentonarme. Por lo general, ayudaba a los adictos, a esconder la
mercadería después del robo. Los prevenía también cuando descubría que había un exceso de
mercadería de mala calidad. Guardaba el usufructo de los robos dentro de unas cajas
automáticas y después iba a retirarlas, Eso me reportaba como mucho veinte marcos de
ganancia y era más peligroso que robar. Pero de todos modos, en aquel entonces no sabía ya
ni donde estaba parada.
En casa, a mi padre le contaba sólo mentiras y me disputaba con Stella. Habíamos convenido
repartir el trabajo y la droga, pero ambas pensábamos que nos engañábamos mutuamente.
Eso fue un verdadero infierno. Mi padre, evidentemente, sabía todo. Desde hacía tiempo, pero
se encontraba totalmente desamparado. Yo también. De la única cosa que estaba segura era
que mis padres no podían ayudarme más.
No soportaba la escuela. Me daba lo mismo ir para hacer simple acto de presencia. Ya no
soportaba más el estar sentada y no hacer nada. Por otro lado, no soportaba nada ni a nadie.
Los clientes me ponían los pelos de punta. Era incapaz de irme a pasear tranquilamente por la
Scene, como antes. Ya no toleraba a mi padre.
Ese era el estado en que se encuentra un toxicómano al borde del abismo. Una depresión
negra. La idea del suicidio me rondaba. Pero era demasiado floja para inyectarme el “schock
caliente” - la dosis mortal. Buscaba siempre una salida.
Decidí entrar al Hospital Psiquiátrico. Al Hospital Bonhoëffer., llamado “Bonnie¨s Ranch”. Para
un toxicómano no podía existir un sitio más tenebroso . Siempre había escuchado que más
valía pasar cuatro años en la cárcel que cuatro semanas en “Bonnie¨s Ranch”. Algunos adictos
habían estado internos después de ser descubiertos en plena calle, derrumbados. Cuando
salían contaban unos cuentos espantosos.
Pero yo me decía, ingenuamente, que si me entregaba voluntariamente, al menos, alguien
se ocuparía de mí. Por otra parte, en el Servicio de Ayuda al Menor, deberían tener la
obligación de preocuparse de una niña que necesitaba ayuda. Y con urgencia, sobretodo
cunado los padres no eran capaces de brindarle ayuda. Mi decisión de dirigirme al “Bonnie¨s
Ranch” se parecía a aquellas tentativas de suicidio en las que se esperaba secretamente ser
salvada. En ocasiones, las personas dicen: “Pobre de ella. No nos habíamos preocupado lo
suficiente de ella. Nunca más volveremos a ser tan malvados con ella”.
Fui a ver a mi madre para hacerla partícipe de mi decisión. Se mostró muy fría conmigo. Me
puse a llorar de inmediato. Luego, intenté contarle mi historia, sin deformar demasiado la
verdad. Ella, por su lado, se puso a llorar, me tomó entre sus brazos y no me dejaba. Nos
pusimos a llorar juntas como dos Magdalenas, y fue realmente estupendo para ambas. Mi
hermana, ella estaba feliz de volverme a ver. Dormimos juntas en mi antigua cama.
Muy pronto comencé a sentir los primeros síntomas de abstinencia. Me iniciaba en una
nueva abstinencia. Ya ni recordaba la cantidad de veces que las había hecho antes. Yo era,
probablemente, la campeona mundial de las abstinencias. De todos modos, no había conocido
a nadie que lo hubiera hecho y por su propia voluntad, menos aún. Y sin ninguna posibilidad de
éxito hasta la fecha.
Fue casi como la primera vez. Mi madre se tomó una licencia y me trajo todo lo que le pedí:
Valium, vino, flanes, frutas. Después, al cuarto día, me llevó al “Bonnie¨s Ranch”. Me quedé allí
porque sabía oportunamente que si no lo hacía, estaría inyectándome al día siguiente.
Me hicieron entrar de inmediato completamente desnuda y me despacharon al baño. Como
a una leprosa. Había dos abuelitas totalmente rayadas dándose un baño. Me sumergí en la
tercera bañera y me observaron mientras me fregaba. No me devolvieron mis cosas. En
cambio, me hicieron entrega de una camisa de dormir antigualla- la que distaba de ser nueva-
y un calzón que me cubría las costillas. Y que me llegaba hasta el piso. Tenía que sujetarlo
para que no se me perdiera. Me llevaron al servicio de Admisión para observarme. Yo era la
única enferma menor de sesenta años. Y las demás estaban totalmente rayadas, salvo una a
la que todo el mundo le decía “Muñeca”.
Muñeca estaba ocupada de la mañana a la noche. Se mostraba como una persona muy
servicial y ayudaba muchísimo a las enfermeras. Muñeca era una persona con la que se podía
conversar. No estaba rayada. Su problema era que reaccionaba en forma lenta. Estaba allí
desde los quince años. Sus hermanos y hermanas habían decidido llevarla al “Bonnie¨s
Ranch”. Aparentemente, ella no requería de ningún tratamiento. Simplemente la habían
depositado en el Servicio de Admisión. Quizás para que llegara a ser una persona realmente
útil. Pero de repente sentí que algo no me cuadraba. Si alguien permanecía quince años en un
Servicio de Admisión, era lógico que empezara a pensar en forma más lenta…
Durante el transcurso del primer día, fui inspeccionada por un pelotón de médicos. En
realidad, la mayoría de las Camisas Blancas eran estudiantes, que me miraban de reojo sin
ninguna vergüenza mientras yo lucía mi camisa “retro”. El Jefe me hizo algunas preguntas
Ingenuamente respondí que estaba dispuesta a seguir un tratamiento durante algunos días.
Después acudiría a un internado que me permitiera preparar mi bachillerato. Respondió: “Si, si”
como se hace con los locos. Recordé algunos cuentos de locos. Me pregunté que era lo que
había hecho para que me trataran como alguien que se cree Napoleón. De repente, sentí
miedo ¿Y si me dejaban interna para el resto de mi vida, vestida con esa ridícula camisa “retro”
y ese calzón para un gigante?
Como dejé de tener síntomas de abstinencia, dos días después me enviaron al Servicio B
donde me hicieron entrega de mis ropas y tenía derecho a comer con tenedor y cuchillo (en el
Servicio de Admisión sólo se podía utilizar una cuchara para las papillas. Encontré allí a otras
tres toxicómanas que había conocido con anterioridad. Nos sentábamos en la misma mesa e
inmediatamente fuimos bautizadas por las abuelas como “la mesa de las terroristas”.
Una de las chicas, Liana, había estado en la cárcel donde lo pasó muy mal. Ella aseguraba
que el “Bonnies´s Ranch” era aún peor. Sobretodo porque en la cárcel uno de las podía
ingeniar para conseguir heroína mientras que en el sitio que nos hallábamos entonces era casi
imposible.
Aparte de eso, a pesar de que éramos cuatro, comencé a hastiarme. Por lo tanto, poco a
poco, volví a sentir pánico. Me fue imposible escuchar una frase sensata de parte de los
médicos cuando les preguntaba acerca de mi terapia. Siempre era lo mismo:”Ya veremos” o
ese tipo de respuestas. Repulsivas que les soltaban a los locos durante el día.
Mi madre había convenido con la Ayuda para la Infancia que permanecería cuatro días en
“Bonnie´s Ranch”- el tiempo para asegurarse que yo estaba “limpia”- para pasar después a
practicarme una terapia. Pero no se hizo cuestión de la vacante prometida en el Centro de
Terapia. Por lo tanto, yo me había hecho mi propia abstinencia totalmente sola y había llegado
casi “limpia”.
Y un buen día, querían hacerme firmar un papel que señalaba que aceptaba por mi propia
voluntad una estadía de tres meses en el Hospital Bonhoeffer. Me rehusé a hacerlo, y dije que deseaba irme de inmediato: si yo era ahora dueña de mis actos, podía irme cuando se me
antojara. Más encima, apareció el Médico Jefe y me señaló que si no firmaba, solicitaría una
vacante por oficio por un período de seis meses.
Me sentí atrapada. Loca de angustia, me di cuenta de que estaba entregada, sin defensa
alguna, en las manos de esos estúpidos médicos. Ellos me podían colgar cualquier
diagnóstico: neurosis aguda, esquizofrenia, qué se yo qué otras enfermedades. Uno no tiene
ningún derecho cuando está internada en un asilo para alienados mentales. Me iba a ocurrir lo
mismo que a Muñeca.
Lo peor era que yo no sabía tampoco hasta qué grado estaba chiflada. Yo era nerviosa, eso
era efectivo. Mis entrevistas con los Consejeros del Centro Anti-Droga me enseñaron al menos
eso: la toxicomanía era una neurosis, un impulso obsesivo. Eso fue lo que se me aclaró en
esos momentos. Había hecho tantas abstinencias para recomenzar en seguida, y sabía
perfectamente bien que aquello terminaría por matarme. Todo lo que tuvo que aguantar mi
madre, la forma en que me comportaba con los demás. Sin lugar a dudas, aquello no era
normal. Yo debía estar extremadamente deteriorada.
¡Y allí estaba yo intentando impedir que los médicos y enfermeras se dieran cuenta que yo
estaba rayada de frentón! Las enfermeras me trataban como a una idiota. En fin como a los
otros chalados. Me reprimía para no mostrarme nunca agresiva en presencia de ellos. Cuando
los médicos me hacían preguntas, las respondía todo lo contrario de lo que pensaba en forma
espontánea. Intentaba con todas mis fuerzas no mostrarme a mí misma, sino todo lo contrario,
aparentaba ser una persona totalmente normal. Y cuando ellos me dieron la espalda me
arrepentí de haber dicho tantas tonterías. Seguramente pensaron que estaba completamente
chiflada.
Todo lo que me propusieron en materia de terapia fue tejer. Pero aquello no me llamaba la
atención para nada y tampoco creo que me hubiera servido de gran ayuda.
En las ventanas había barrotes, como era de suponer. Pero “Bonnie´s Ranch” no era una
cárcel y las habían colocado para resaltar la belleza del decorado. Al girar mi cabeza de cierta
manera, podía introducirla bien entre dos barrotes y mirar hacia fuera. Mientras pasaba durante
horas con mi cuello rodeado de ese collar de metal, pude sentir la llegada del otoño. Las hojas
se tiñeron de amarillo y rojo. Los rayos del sol bajaban directamente sobre mi ventana durante
una hora al día.
A veces, envolvía una taza de metal con un trozo de género y la llevaba a la ventana para
que chocara contra el muro. Me alegraba sentirla chocar contra el muro. O bien, durante toda
una tarde, intentaba en vano atrapar una rama con un cordelillo, con la esperanza de coger una
hoja. En las noches me decía: “Si aún no estás rayada, te falta bien poco…”
Tampoco tenía permiso para salir al jardín para hacer una ronda con las abuelitas. Los
terroristas tenían derecho a una píldora de aire al día. Yo no. Intentaría arrancarme…
Por otra parte, reconozco que tenían razón.
Encontré un viejo balón de fútbol en el closet. Lo lanzaba incansablemente contra los paneles
de vidrio de una puerta sin cerrojo. Podía terminar por quebrarla. No tardaron en quitarme el
balón. Entonces arremetí mi cabeza contra el vidrio -seguramente provisto de armadura
metálica. Tenía la impresión de ser una fiera enjaulada, en una jaula minúscula. Corría a lo
largo de los muros durante horas enteras. En una ocasión, me sentí presa de unas tremendas
ganas de correr. Y corrí casi como un galgo desde un extremo al otro del corredor. Ida y
regreso, de ida y de regreso, hasta que me derrumbé de agotamiento.
Un día me robé un cuchillo. En la noche Liana y yo tratamos de socavar la base de cemento
de una ventana que no tenía barrotes. El vidrio no se movió ni un milímetro. A la noche
siguiente, después de aterrorizar a las abuelas, que no osaban moverse (algunas nos tomaron
por terroristas de verdad), desarmamos una cama para intentar desempotrar los barrotes de
una ventana que estaba permanentemente abierta. La tentativa estaba destinada,
evidentemente, al fracaso e hicimos tanto ruido que nos cayó encima el guardia nocturno. Al
comportarme de esa manera no tenía esperanza alguna de poder salir algún día de esa casa
de locos. Me había esforzado en vano por no drogarme: mi salud estaba cada vez más
deteriorada. Tenía unas enormes ojeras, mi rostro estaba fofo e hinchado, mi tez descolorida.
Cuando me miraba al espejo me encontraba con la cabeza de alguien que estaba arrestado
hace quince días en “Bonnie ´s Ranch”. Dormía muy poco. Por otra parte, estábamos
despiertas casi toda la noche a causa de un incidente que había ocurrido en el Servicio. Y yo
esperaba la oportunidad para escapar de ese lugar. Todo eso a sabiendas que era algo inútil.
Me engalanaba por las mañanas como para ir a la Scène: me cepillaba el pelo durante largo
rato, me maquillaba y me ponía la chaqueta de drogadicta.
Un día recibí la visita de un tipo de Ayuda para la Infancia. El tampoco encontró algo mejor
para decirme que: “Ya veremos”. Pero al menos me informó dónde se encontraba Detlev. En
seguida le escribí una carta muy larga. Y cuando la despaché en el buzón comencé a escribirle
otra. Era bueno poder vaciar el corazón…
En fin, en la vida no había nada perfecto: sabía que abrirían esas cartas. Probablemente desde
el punto de partida, en “Bonnie ´s Ranch”. Y seguramente cuando llegaban a la prisión. Estaba
obligada a mentir: contaba, por ejemplo, que no tenía ganas de drogarme nunca más.
Poco después, recibí noticias de Detlev. Un paquete de cartas juntas. Me escribió que había
cometido una enorme estupidez al robar aquellos Euro- Cheques, pero lo había hecho porque
tenía una sola idea en la cabeza: ir a París a desintoxicarse, El quería darme la sorpresa
porque nunca tuvimos éxito al intentarlo juntos. Detlev me escribió que pronto iba a ser puesto
en libertad y después entraría en terapia. Le conté que yo iniciaría la mía de inmediato. Nos
prometimos el uno al otro que después de la terapia viviríamos juntos en nuestro
departamento. Comenzamos nuevamente a construir castillos en el aire. Sólo cuando no le
escribía a Detlev, tenía la impresión de estar condenada de por vida al “Bonnie´s Ranch”.
De pronto, tuve un golpe de suerte. Volví a recaer de hepatitis…Días tras día le repetía a la
doctora que estaba enferma, que me sentía horriblemente mal, que me enviara al hospital.
Efectivamente, una mañana me llevaron con escolta y todo al hospital Rudolf Virchow, donde
me recibieron de inmediato porque me encontraron bastante grave.
Yo estaba enterada por los toxicómanos qué debía hacer una para que la echaran del
hospital. Me conseguí un “Permiso al Parque”, es decir, un pase que autorizaba la entrada al
Parque del establecimiento.
Por razones obvias, esos pases se los daban fácilmente a los toxicómanos. Así fue cómo se
me ocurrió una triquiñuela: iría a visitar a una de las enfermeras- una muchacha encantadora, y
de mirada soñadora- y le expliqué que me gustaría mucho ayudar a esas pobres viejecitas
enterradas en una silla de ruedas. ¿Me permitiría poder pasearlas de vez en cuando por el
parque? La enfermera, que no dudaba de nada ni de nadie, me felicitó por mis buenos
sentimientos.
Me fijé en una anciana y le ofrecí mis servicios. Ella me encontró una muchachita muy
bonita. Empujé un poquito su silla por la arboleda y le dije:” Espéreme un minuto, abuela,
regreso de inmediato”. Treinta minutos después estaba en la calle.
Me precipité hacia el metro, en dirección de la Estación del Zoo. Jamás había sentido una
sensación de libertad semejante. Me dirigí después hacia la cafetería de la Universidad
Técnica. Después de dar una pequeña vuelta, fui a sentarme a u banco que estaba ocupado
por tres jóvenes drogadictos. Les conté que me había evadido de “Bonnie´s Ranch”. Se
quedaron estupefactos de admiración.
Sentí deseos de inyectarme. Uno de los dos muchachos hizo las veces de revendedor.
Aceptaba darme crédito si yo le conseguía clientes. OK. Me apresuré en inyectarme en el baño
del restaurante de la Universidad. No me inyecté más que la mitad de la dosis. Esa droga no
era de la mejor pero me sentía formidable. Quería mantenerme con la cabeza despejada.:
había contraído un compromiso y tenía que cumplirlo. Tenía que darle una mano al tipo de la
droga. Era un muchacho muy joven, tenía dieciséis años, lo conocía un poco porque lo había
visto con los fumadores de hachís en el Parque Hasenheide. Todavía iba al colegio. Era un
novicio en la venta de la droga, de lo contrario, no me la habría pasado de inmediato: yo debía
ganármela primero.
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