martes, 30 de noviembre de 2010

Yo, Chistiane F. 13 años, drogadicta y prostituta (cap 16/20)

Christiane F

De repente, me di cuenta que la esquina estaba repleta de policías vestidos de civil. El no
se dio cuenta de nada. No comprendió mis señales de alarma. Tuve que juntarme con él y
decirle al oído:”son los pacos” para que reaccionara. Me dirigí muy lentamente a la Estación del
Zoo y el me encajó un boleto para el metro. Se me acercó un adicto. Le grité:” No te muevas,
mi viejo. Hay una redada en el restaurante de la Universidad. Pero yo puedo conseguirte
mercadería, de la “extra”. El muchacho ya estaba a mi lado cuando en eso se le ocurrió sacar
un paquete con droga de su bolsillo para mostrársela al futuro cliente. ¡No lo podía creer!
¡Había una redada a trescientos metros de allí y ese cretino había sacado un paquete con
droga de su bolsillo!
Dos policías de civil que merodeaban en la esquina avanzaron hacia nosotros. Era inútil
pensar en correr, ellos lograron atraparnos con gran rapidez. El revendedor examinaba sus
bolsillos con gran naturalidad: un verdadero torbellino de papel aluminio de color morado. El
estaba convencido de que podíamos esconder todo aquello en nuestras espaldas, en las de
otro adicto y en las mías.
Nos hicieron levantar los brazos y colocarlos encima de un Wolkswagen para registrarnos-
en una de esas podíamos haber estado armados. Les llamó la atención de que ninguno de los
tres pasaba de los dieciséis años. Un policía asqueroso aprovechó de manosearme los
pechos… Pero yo estaba absolutamente feliz. Me había inyectado y después del cuento del
“Bonnie´s Ranch”, cualquier cosa… Decidí hacer teatro y jugar el numerito de la niña bien
educada. De repente, los policías que anotaron nuestros carnés de identidad se mostraron
bastante gentiles. Uno de ellos dijo:” ¡Dios! ¿Todavía no cumples quince años? ¿Qué haces
metida en todo esto?” Le respondí:”Andaba paseando y quise plantificarme un pucho en el
hocico”. Eso lo enrabió. “Arroja eso, es puro veneno. ¡Y a tu edad…! “Tiré el cigarrillo.
Nos llevaron a la Comisaría de la Plaza Ersnt Reuter y nos encerraron en una celda. El
aprendiz de “dealer” perdió los estribos. Gritaba a todo dar:”Déjenme ir. Déjenme salir”. Me
quité la chaqueta, la enrollé para usarla de almohada, me estiré en el catre y dormí un rato. No
tenía de qué asustarme, me habían ocurrido cosas peores que un arresto en mi vida. Y lo más
probable era que la policía no estuviese enterada que había escapado de “Bonnie´s Ranch”.
Efectivamente, así fue. Me soltaron diez horas después. Regresé a la Universidad Técnica. En
el camino, mi conciencia comenzó a atormentarme. En la primera oportunidad que tuve de
recaer no me hice de rogar. Me largué a llorar a mares. ¿Qué podía hacer? No podía
presentarme así de pronto en la casa de mi madre, con las pupilas como cabezas de alfiler y
con el corazón en la boca. “Hola mami, aquí estoy. Me escapé. Hazme un huequito…”
Me fui al Centro Anti-Drogas de la Universidad Técnica (está instalado en el antiguo
restaurante de la Universidad). Los tipos que trabajaban allí eran muy bacán. Me subieron la
moral al punto que me atreví a llamar a mi madre. La escuché aliviada cuando supo que estaba
en la Universidad. Al llegar a casa, me acosté: tenía cuarenta grados de fiebre. Comencé a
delirar. Mi madre llamó al medico del Servicio de Urgencia para que me pusiera una inyección.
Me vi. embargada de un pánico tremendo. No me inquietaba el hecho de inyectarme dos y
tres veces por día en el brazo, pero una inyección en el trasero me aterraba.
La fiebre me bajó de inmediato. Pero yo no era más que un harapo. El “Bonnie´s Ranch” me
había aniquilado no sólo físicamente sino había afectado también mi psiquis. Al tercer día
estuve en condiciones de levantarme y me precipité al Centro Anti-Drogas. Para llegar hasta
allí me vi obligada a atravesar la Scène y la cafetería. Lo hice corriendo, sin mirar a la derecha
ni a la izquierda.


Fui allí todos los días durante una semana. Por fin había encontrado a alguien que me
escuchara. Por primera vez, me dejaron hablar. Hasta la fecha, sólo me había tocado escuchar
a mi madre, mi padre, los tipos de Narconon. Todo el mundo. Allí me pidieron que intentara
contar lo que me había ocurrido, que tratara de hacer un balance de los hechos sucedidos.
Seguí corriendo a la Facultad aunque mi rostro estaba amarillo con un limón. Esa mañana me
encontré con algunos compañeros en la cafetería. Comenzaron a arrancar mientras me
gritaban:” ¡Lárgate! ¿Acaso no te has dado cuenta que estás con hepatitis?”
No. No quería saberlo .Era extraño: cada vez que me encontraba “limpia” por un cierto período
de tiempo, y con la esperanza de poder desengancharme definitivamente, me agarraba la
enfermedad oficial de todos los drogadictos.
Cuando mi dolor al vientre se tornó insoportable, le pedí a mi madre que me acompañara a la
Clínica Steglitz (la elegí porque la comida allí era más potable). Pasé dos horas en la sala de
espera, retorciéndome de dolor sobre mi silla. No importaba quién me hiciera el diagnóstico, mi
rostro lucía totalmente amarillo. Nadie se movía. El cuarto estaba lleno de gente, incluidos
niños. Si mi ictericia era contagiosa- eso ya me había sucedido- corría el riesgo de contaminar
a todo el mundo.
Al cabo de dos horas decidí que había tenido suficiente. Me dirigí al corredor y me apoyé
en el muro porque estaba muy débil y sufría como una condenada. Busqué el sitio en donde se
hallaba el Servicio de Contagios. Pasó un médico y le dije:” Déme una cama. No quiero
contaminar a toda esa gente. Tengo ictericia pero quizás usted no se ha dado cuenta.” El tipo
estaba abatido pero no pudo hacer nada: debía regresar a la Recepción.
Cuando finalmente fui recibida por un medico, opté por reconocer de inmediato que era
toxicómana. La respuesta glacial fue:” Lo lamento. En su caso somos incompetentes.”
Cuando se trataba de adictos, nadie era competente. Tomamos un taxi .Mi madre estaba
furiosa cuando se enteró que los médicos no quisieron ocuparse de mí. A la mañana del día
siguiente, me llevó al Hospital Rudolf Virchow. Pero como me había escapado de ese hospital,
me vi enfrentada a un dilema.
Un joven interno me hizo un examen de sangre. Le expliqué de sopetón:”No en esa vena.
Está dura como palo. Hay que buscar otras por debajo. No es conveniente poner la aguja de esa forma, un poco más oblicua, de lo contrario, no va a funcionar.” El tipo estaba totalmente
confundido. Así y todo me puso la inyección en una vena totalmente endurecida. Respiró
tranquilo, no se había derramado ni una gota de sangre. Para finalizar, la aguja se desprendió
literalmente, de mi brazo, a causa del vacío que se había provocado dentro de la jeringa.
Después de eso, me preguntó dónde la podía colocar finalmente. Dormí durante dos días
completos. Mi ictericia era contagiosa. Al cuarto día, mi graduación hepática había disminuido,
mi orina estaba menos roja y mi rostro, poco a poco, recuperaba su color original.
Llamaba todos los días al Centro Anti-Drogas, tal como habíamos convenido. Tenía la
esperanza de que me encontraran, a la brevedad, una vacante en terapia. Y un día domingo, a
la hora de visitas, una sorpresa: mi madre venía acompañada de Detlev. Lo habían liberado.
Juramentos de amor, besos, caricias, felicitaciones. Deseábamos estar solos, nos fuimos a
dar una pequeña vuelta al parque del Hospital. Fue como si jamás nos hubiésemos separado.
Y de repente nos encontramos en la estación del Zoo. Tuvimos suerte: nos encontramos con
un compañero, Billi. Era afortunado: vivía con un homosexual que era médico y además, un
escritor de renombre. Billi tenía un montón de dinero para el bolsillo y estudiaba en un colegio
privado.
Nos regaló una dosis y yo regresé al hospital a la hora de cenar. Detlev apareció a la mañana
siguiente. Ese día no pudimos conseguir ni una pizca de droga y regresé a las diez y media de
la noche. Para colmo, no pude ver a mi padre: se había ido a despedir antes de partir a
Tailandia.
En su siguiente visita, mi madre, nuevamente, tenía un lamentable aspecto de
desesperación. ¡Ya era demasiado! Además, el tipo de Info-Drogas me había visitado y dijo
que mi caso era irrecuperable. Le juré que toda mi voluntad estaría al servicio de abandonar la
droga. Se lo juré a los demás y a mí misma. Detlev dijo que todo aquello que había sucedido
era por su culpa. Se puso a llorar. Después fue a conocer a las personas del centro Anti-
Drogas y al cabo de unos días me dijo que le habían encontrado una vacante en terapia.
Comenzaría al día siguiente.
Lo felicité.”Ahora sí que vamos a lograrlo”. También me darán una vacante y nunca más
volveremos a cometer estupideces”.
Fuimos a dar un paseo al parque. Le propuse:” ¿Y si vamos de una carrera a la estación del
Zoo?” Podría comprar el tercer tomo de “Regreso del planeta de la Muerte” (una novela de
terror que deseaba leer). Mi madre no la había podido hallar.
Detlev:”Bueno, viejita, te diré que estás totalmente enloquecida. Por eso quieres ir a la
estación del Zoo y ni más ni menos que para comprar tu novela de terror. ¿Porqué no dices de
frentón que lo que deseas es mandarte una volada?”
Aquello de ver a Detlev con esos aires de superioridad logró exasperarme. Se las estaba
dando de santurrón. Además, yo no estaba ocultando nada. Sólo tenía ganas de leer el final de
“Regreso del Planeta de la Muerte”. Le contesté:”Haz lo que quieras. Por lo demás, no estás
obligado a acompañarme”.
Por supuesto que me acompañó. En el metro me dediqué a mi pasatiempo habitual:
fastidiar a las ancianas. Eso siempre le había molestado a Detlev. Se refugió entonces al otro
lado del vagón. Y yo me puse a vociferar.”Oye, viejito, escúchame. Deja de hacerte el
desconocido. No eres mejor que yo y eso cualquiera lo puede notar”. De repente, mi nariz
comenzó a sangrar.
Desde hacía algunas semanas, aquello me estaba sucediendo desde que ponía los pies en
el metro. Era algo horripilante y estaba todo el tiempo limpiando la sangre de mi rostro.
Afortunadamente encontré de inmediato la novela que buscaba. De mejor humor, le sugerí a
Detlev hacer un pequeño paseo. Después de todo, era nuestro último día de libertad. Nuestros
pasos nos condujeron de inmediato a la Scène. Stella estaba allí, las dos Tinas también. Stella
se puso loca de alegría de volver a verme. Pero las dos Tinas estaban súper mal: en plena
crisis de abstinencia. Habían regresado de la Kurfurstenstrasse con las manos vacías. Habían
olvidado que era domingo. Y el domingo los clientes estaban de wikén con sus esposas y los
niños.
Me sentía muy feliz de haber salido de toda esa mierda. No temía las crisis de abstinencia.
No volví al cuento de la prostitución desde hacía un buen tiempo ya. Sentí una sensación de
superioridad, una alegría exuberante. Es que no dejaba de ser agradable poder pasearme por
la Scène sin tener deseos de drogarme.
Estábamos en un paradero de bus, cerca de la estación de la Kurfurstendamm. A nuestro lado,
dos extranjeros. Me hicieron señas todo el tiempo. A pesar de mi ictericia, yo era la que tenía el
aspecto más saludable de nosotros cuatro porque había permanecido “limpia” por un buen lapso de tiempo. Además, no llevaba puesto el uniforme de los toxicómanos. Andaba con ropas
de mi hermana, es decir, con estilo “muy infantil”, justamente lo opuesto de la onda toxicómana.


También me había cortado el cabello en el hospital. Lo tenía bastante corto.
Los fulanos no dejaban de hacerme guiños con los ojos. Les ofrecí a las dos Tinas.
“¿Quieren que haga un trato para ustedes? Igual no van a aflojar más de cuarenta marcos por
la dos, pero al menos, podrían compartir una dosis”. En el estado en que se hallaban, las
habrían burlado de todas maneras. Me adelanté entonces, muy confundida, y les dije a esos
carajos:” ¿Quieren a esas dos chicas? Pregunto en el lugar de ellas. Cincuenta marcos.
¿Estamos...? “Y les señalé a las dos Tinas.
Ellos, con una sonrisa idiota: “No, no, tú acostarte. Tú, hotel “.
Muy relajada y sin un dejo de agresividad les respondí: “No, es definitivo. Pero esas chicas son
“Extra”. Catorce años. Cincuenta marcos solamente”. La menor de las Tinas no tenía de hecho,
más de catorce años.
Los fulanos se quedaron helados. En el fondo, los comprendí. Las Tinas con síndrome de
abstinencia no eran precisamente apetecibles. Regresé donde se encontraban ellas para
decirles que el negocio no había resultado. Y en eso el diablo me sopló algo en el oído. Agarré
a Stella y la llevé aparte:” En el estado en que se encuentran, las Tinas jamás hallarán un
cliente. Debemos ir nosotras dos en el lugar de ellas. Nosotras estaremos al comienzo y las
Tinas se encargarán del resto. Además, ellas son de las que se acuestan con los clientes. Les
vamos a pedir que nos paguen cien marcos por todo y compraremos medio gramo”.
Stella no se hizo de rogar. Si bien los turcos eran lo peor que existía, ninguna de nosotras
reconocimos haber estado con ellos ni haber accedido a sus exigencias.
Me dirigí de nuevo donde los turcos. Mi proposición logró que largaran el dinero de
inmediato. Detlev, asqueado, me dijo:” Eso era lo que tú querías? ¿Vas a seguir con el aunto
de la prostitución?”.
Yo:” Ubícate de una vez. No pienso meterme en ese cuento. Estás viendo que iremos cuatro
chicas”. Pensaba sinceramente que lo estaba haciendo para ayudar a las dos Tinas. Quizás,
había algo de eso. Pero inconscientemente, yo buscaba, sin duda alguna, un medio oculto para
retornar al vicio.
Les expliqué a los otros que iríamos al hotel “Norma”, que allí tenían habitaciones grandes. En
ninguna otra parte nos dejarían entrar a seis dentro del mismo cuarto. Nos pusimos en marcha.
De repente, se nos coló un tercer cliente. Los otros dos dijeron:”Si, amigo. También hotel”.
En ese momento no alcanzamos a decir nada: acariciábamos nuestros cien marcos. Stella
partió con uno de los tipos a comprar la mercadería. Ella conocía a un revendedor que vendía
los medios gramos a buen precio. Era el que vendía la mejor heroína en aquel sector.
Esperamos a Stella para partir. Adelante íbamos las cuatro chicas y Detlev.- ocupábamos casi
todo el ancho de la acera. Los tres clientes venían detrás.
Pero había una cierta tensión en el ambiente. Las dos Tinas querían la heroína de
inmediato. Stella se rehusó, de miedo se comprende: temía que las muchachas nos
abandonaran. Por otra parte, debíamos encontrar el modo de sacarnos de encima al tercer
cliente colado ya que no estaba comprendido en el trato.
Stella se dio vuelta, lo señaló con el dedo y declaró en tono categórico: “Si ese fulano viene
con nosotros, no haremos nada”. Ella tuvo la desfachatez de decirle “Metiche” en sus narices
(Metiche era la forma despectiva de llamar a los extranjeros).
Pero los tres tipos iban tomados de la mano y prestaron oídos sordos a los avisos de Stella.
Ella propuso que nos deshiciéramos de ellos. Así de simple. Mi primera reacción fue:” Buena
idea”. Yo andaba con tacos bajos- por primera vez por lo menos en tres años- y podía correr.
Pero cuando lo pensé mejor, no me pareció una idea muy astuta...”Ellos terminarán
encontrándonos, seguramente, y cuando eso ocurra quién sabe dónde nos hallarán” me dije a
mí misma. Me había olvidado por completo que había dejado de frecuentar la Scene y que ya
no me dedicaba a prostituirme.
Stella se puso de mal humor. Permaneció detrás de nosotros y volvió a arremeter en contra
de los metiches. Llegamos a un pasaje subterráneo de la Europa Center. Yo me largué. Detlev,
detrás de mí. Las dos Tinas quedaron abandonadas a su destino y los metiches se les tiraban
encima. Recorrí el Centro Comercial corriendo como una loca. Detlev tomó el lado izquierdo y
yo el derecho. No había huellas de Stella. Además, a mí me empezó a remorder la conciencia
el asunto de las dos Tinas. Había alcanzado a ver como los turcos las arrastraban hacia el
hotel. Había que esperar el regreso de su asqueroso desempeño. Aquello duró horas. Se
merecían con creces un pinchazo. Ya sabía donde encontrar a Stella. Las dos chicas y yo nos
dirigimos a la estación de la Kurfurstendamm, pero como nosotros buscábamos a Stella descendimos directamente a los baños de la estación. Apenas franqueamos la puerta,
escuché la voz de Stella. Estaba en plena acción. Insultando, para variar, a alguien. Había
numerosas casetas pero yo reparé de inmediato en la que se encontraba Stella. Golpeé dos
veces con mis puños. Nada. Le grité: “Stella, abre de inmediato. De lo contrario te vas a llevar
una sorpresa”.
La puerta se abrió. Apareció Stella. La menor de las Tinas le lanzó una bofetada magistral.
Stella, ya totalmente volada, dijo:” Tengan, les dejo toda la droga”. Y se fue. Por supuesto que
nos echó una tremenda mentira. Había ocupado más de la mitad de la mercadería, con el
objetivo de no compartirla. Las dos Tinas y yo utilizamos el resto del paquete entre las tres,
además de la dosis que acabábamos de comprar. Dividimos todo en tres partes iguales.
Para mí, que no había ingerido nada en mucho tiempo, era más que suficiente. Mis piernas
comenzaron a traicionarme. Me fui a la Treibhaus. Stella estaba allí haciendo una transacción
con un “dealer”.Me dejé caer:” Aún me debes un cuarto”. No me rebatió. Significaba que
todavía le restaba un dejo de conciencia. Le dije:”Eres una puerca. No te volveré a dirigir la
palabra.” Después me largué y partí a inyectarme la porción restituida por Stella. Fui a buscar
una Coca. Me senté en un rincón, totalmente sola. Aquellos fueron mis primeros minutos de
calma desde que se había iniciado la tarde. Durante un corto instante, esperé la llegada de
Detlev. Después me puse a reflexionar.
Al comienzo, las cosas todavía funcionaban. Decidí hacer un balance sobre el presente: en
primer lugar, tu novio te abandona, segundo, tu mejor amiga te hace una chuecura.
Reconócete a ti misma con quién cuentas ahora: la amistad entre los toxicómanos no existe.
Estás absolutamente sola. Para siempre. Todo lo demás se asemeja a un castigo. Toda la
pesadilla de aquella tarde, todo había sido por un simple pinchazo. Pero no había sido nada
extraordinario, si al fin de cuentas, la pesadilla era cotidiana.
Tuve un momento de lucidez. Eso me ocurría en ocasiones. Pero siempre cuando andaba
volada. Cuando estaba con crisis de abstinencia, hacía cualquier tontera, no importaba qué,
era totalmente irresponsable. Eso lo había comprobado perfectamente aquel día.
Me absorbí en mis reflexiones. Estaba muy calmada -ya tenía suficiente heroína en la
sangre. Decidí no regresar al hospital. Por otro lado, ya eran pasadas las once de la noche.
De todos modos, me habrían transferido. Y ningún otro hospital aceptaría recibirme. El
médico había advertido a mi madre: mi hígado estaba al borde de la cirrosis. Si continuaba así,
me quedaban como máximo dos años de vida. Para la Info-Drogas yo debo haber sido símbolo
de un azote. No valía tampoco la pena llamarlos, estaban vinculados al Hospital.
Por otra parte, no querrían saber nada más de mí y estarían actuando en justicia: había
tantos toxicómanos en Berlín que deseaban practicarse una terapia. Y las vacantes eran
escasas… Normalmente debían estar reservadas a aquellos que todavía tenían algo de coraje.
Era una oportunidad para desengancharse.
Y yo, sin lugar a dudas, no estaba dispuesta a despegar. Probablemente había hecho el
intento demasiado temprano, lo había intentado, quizás, a destiempo.


Mi espíritu estaba muy esclarecido. Realicé mi balance saboreando una Coca. No había
olvidado los asuntos prácticos. ¿Dónde pasaría la noche? ¿Dónde mi madre? Ella me arrojaría
la puerta en las narices. Por lo demás, lo primero que haría al día siguiente y a primera hora,
sería llamar a la policía para encerrarme después en una institución de la onda de una Casa
Correccional. Yo, en su lugar, habría hecho lo mismo. Mi padre estaba en Tailandia. ¿Stella?
Excluida. Detlev, tampoco sabía donde alojaría esa noche. Si estaba pensando realmente en
desengancharse, pasaría la noche en casa de su padre. De todos modos, al día siguiente por
la mañana, partiría. No podía contar, por lo tanto, con un lecho. Ni para esa noche ni para las
siguientes.
La última vez que había reflexionado en forma lúcida acerca de mi situación, había llegado a
la siguiente conclusión: sólo me quedaban dos alternativas. Desengancharme definitivamente o
inyectarme un “hot show,” la dosis mortal. En aquellos momentos, la primera alternativa estaba
descartada. Había fracasado a lo largo de cinco o seis abstinencias. Era más que suficiente. Al
fin de cuentas, no era ni mejor ni peor que los demás toxicómanos. Entonces ¿por qué me
incluía entre el selecto grupo de los que deseaban apartarse del vicio?
Me dirigí a la Kurfurstendamm. Todavía no había reclutado jamás un cliente de noche. Eran
los profesionales los que asomaban la cabeza de noche pero no sentí miedo. Me hice dos
clientes de manera muy rápida y regresé a la Treibhaus. Tenía cien marcos en el bolsillo y me
compré medio gramo.
No quería ir a los baños de la Tribhaus ni a los de la Kurfurstendamm. Había demasiada gente.
Entonces ¿dónde? Me fui a buscar otra Coca-Cola y me puse a reflexionar de nuevo. Me
decidí por los baños de la Bundesplatz. En las noches estaban desiertos.
Me fui a la Bundesplatz de a pié. Me sentía muy calmada. La noche tenía una atmósfera
diferente, angustiosa. Curiosamente, yo sentía una sensación de seguridad. El lugar estaba
muy limpio, bien iluminado. Aquellos eran los baños mejor decorados de Berlín, y yo los tenía
para mí sola. Las casetas eran enormes (podían caber hasta seis personas dentro de una) y
tenían puertas que llegaban hasta el piso. No había orificios en los muros. Muchos adictos
escogían los baños de la Bundesplatz para suicidarse. Eran tan estupendas…
No había ni viejujas, ni mirones ni policías. Nada me apremiaba. Me tomé mi tiempo. Me lavé la
cara y me escobillé el pelo. Después limpié cuidadosamente todo lo que requería para
ponerme la inyección. Me la había prestado Tina. El medio gramo era suficiente, estaba segura
de eso. Después de mis últimas abstinencias, había notado que un cuarto de gramo me dejaba
lona. Hasta la fecha ya había tenido tantas- y todavía más- en mi torrente sanguíneo y también
estaba debilitada por la ictericia... Me habría gustado contar con todo un gramo- Atze lo había
logrado con un gramo entero- pero era incapaz de hacerme otros dos clientes.
Elegí, tranquilamente, el WC más limpio. Estaba perfectamente calmada. Verdaderamente.
No tenía miedo. Nunca imaginé que un suicidio era tan falto de patetismo. No pensaba en mi
vida pasada. Ni en mi madre. Ni en Detlev. Sólo pensaba en mi pinchazo.
Como era habitual, diseminé mis cosas alrededor del laboratorio. Vertí el polvo en una
cuchara- también prestada por Tina. Pensé durante un instante que yo, a mi vez, también le
estaba haciendo una chuecura a Tina. Se quedaría esperando por su cuchara y su jeringa.
Después recordé que había olvidado el limón- pero la heroína era de buena calidad y se
disolvía igual.
Busqué una vena en mi brazo izquierdo. En el fondo, era un pinchazo, igual que todos los
demás. La única diferencia radicaba en que este sería el último. Para siempre. Conseguí dar
con la vena en el segundo intento. La sangre penetró en la jeringa. Me inyecté el medio gramo.
No tuve tiempo para accionar nuevamente la inyección. Sentí que mi corazón se me salía del
pecho y que mi caja craneana se arrancaba de mi cabeza.
Cuando desperté, era de día. Los coches, afuera, hacían una bulla infernal. Yo estaba
estirada al costado del tazón del water. Retiré la jeringa de mi brazo. Intenté levantarme.
Comprobé entonces que mi pierna derecha estaba medio paralizada. Podía moverme un poco
pero a costa de unos dolores espantosos en las articulaciones, sobretodo, en las caderas. Me
levanté no sé cómo, a abrir la puerta. Logré alcanzar algunos metros con ambos brazos y
piernas, después intenté enderezarme, avancé apoyándome contra el muro y saltando con una
pierna.
A la entrada de los baños, dos muchachos de unos quince años, con unos jeans súper
ajustados y chaquetas de raso, eran dos mariquitas- miraron hacia éste fantasma que saltaba
con una pierna y cojeaba. Alcanzaron a sujetarme justo antes de que me derrumbara. Se
dieron cuenta de lo que había ocurrido y uno de ellos me dijo:”Te viviste todo un cuento.
¿Verdad?”. No los conocía pero ellos me habían visto en la estación del Zoo. Me instalaron en
un banco. Hacía un frío tremendo aquella mañana de Octubre. Uno de los muchachos me
alcanzó un Marlboro. Pensé para mis adentros ¿Por qué sería que todos los maricas fumaban
Marlboro o Camel? En el fondo, estaba contenta de no haber muerto.
Les conté lo que me había sucedido. Stella me había jugado chueco, me había inyectado
medio gramo. Ellos fueron muy amables, esos dos muchachitos. Me preguntaron si quería ir a
algún lugar en particular, ellos me llevarían. La pregunta me enervó, no tenía deseos de
reflexionar más. Les dije que me dejaran en el banco. Pero temblaba de frío y era incapaz de
caminar. Me propusieron llevarme donde un médico. Yo no quería ir a ver a un doctor. Me
dijeron que conocían a uno, un tipo muy bacán, un homosexual. Un médico que atendía a los
homosexuales: en la situación en la que me encontraba, me iba a sentir más en confianza. Se
fueron a buscar un taxi y me llevaron a la casa de su compañero. El tipo era realmente bacán,
me instaló en su propio lecho y después procedió a examinarme. Quiso hacerme hablar acerca
de la droga, de todo aquello, pero yo no tenía ganas de hablar. A nadie. Le pedí un somnífero.
Me dio uno y otros medicamentos más.
Volví a afiebrarme y a sangrar por la nariz. Dormí durante dos días, casi sin interrupción. Al
tercer día, cuando mi cabeza comenzó a funcionar de manera más normal, ya no tenía nada.
Sólo que no deseaba reflexionar. Me obligué a no hacerlo. Pero en mi fueron interno rumiaba
constantemente dos ideas: 1) El Buen Dios no quiso que te fueras al otro mundo.2) La próxima
vez tendrá que ser con un gramo entero.
Tenía ganas de salir, de ir a la Scène, de drogarme, de bailar, de beber cerveza o vino, pero
sobretodo, de no pensar. Hasta que acertara a realizarme un debido “hot shot”. El medico, lleno
de preocupación, me procuró un par de muletas. Me fui y desaparecí de su casa con ellas pero
en el camino las arrojé. No podía realizar mi reaparición apoyada en esas dos muletas:
apretando los dientes, podría arreglármelas.
Clopin, clopán, llegué rengueando hasta el césped de la estación del Zoo. Me hice de
numerosos clientes. También había un extranjero en el montón. No era turco, era griego. ¡Qué
curioso había sido aquel convenio que hicimos con Stella y Babsi, de no aceptar a los
extranjeros! En honor a la verdad, no tenía nada en contra de los extranjeros. De todos modos,
ahora todo me daba igual. Quizás, en el fondo de mi alma, tenía la esperanza de que mi madre
viniese por mí. Si lo hacía, vendría a la estación del Zoo. Fue por eso que no fui a la
Kurfurstenstrasse. Pero en el fondo tenía la sensación de que nadie vendría por mí.
Estaba en un buen momento, la época en que mi madre esperaba impaciente por mí.
Compré una dosis, me inyecté y regresé a trabajar. Necesitaba dinero por si no encontraba un
cliente conocido donde pudiera pasar la noche. En ese caso debía ir a un hotel.
De repente me encontré con Rolf, el antiguo cliente de Detlev. Detlev había regresado a su
casa pero Rolf había dejado de ser un cliente. Se había metido en la heroína y estaba al otro
lado del cerco, como nosotros. Parecía que le iba mal con los clientes: es que ya tenía
veintiséis años. Le pregunté si tenía novedades de Detlev. Se largó a llorar. Si, Detlev estaba
en terapia. Sin él, la vida era una mierda, la vida no tenía sentido, quería desengancharse de
frentón porque amaba a Detlev, quería suicidarse. En resumen, me soltó la eterna letanía de
los toxicómanos. Toda esa virutilla sobre Detlev me asqueó. No podía comprender cómo ese
miserable maricón se sentía con derechos sobre Detlev.

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