martes, 30 de noviembre de 2010

Yo, Chistiane F. 13 años, drogadicta y prostituta (cap 14/20)

Christiane F

Yo lo escuchaba apenas. Estaba reventada, amargada y tenía un solo deseo: estar a solas. Odiaba al mundo entero. Narconon me parecía nuevamente la puerta del paraíso, y mi padre me la acababa de cerrar en las narices. Cogí a Yianni y lo llevé conmigo a mi cama y le pregunté:"Yianni: ¿Conoces al ser humano?" Respondí por él: "¡Ah! ¡No...!"
Yianni era así. Partía alborozado a cualquier parte agitando su cola: pensaba que todo el mundo era bueno. Aquello era lo que me gustaba de él. Yo hubiera preferido que hubiese gruñido y que desafiara a medio mundo.
Cuando desperté me di cuenta que Yianni no había hecho sus necesidades en mi cuarto. Por lo tanto, debía salir con él y pronto. Mi padre se había ido a su trabajo.
La puerta de entrada estaba cerrada con llave. Me arrojé encima y me puse a golpearla con los puños. Se mantuvo cerrada. Me esforcé para conservar la calma. Mi padre no podía haberme encerrado como a una bestia salvaje. El sabía muy bien que tenía que sacar al perro.
Registré todo el departamento en busca de alguna llave. Debía haber al menos una en algún lugar. Podía surgir alguna emergencia, como una emergencia, como un incendio. Miré bajo la cama, detrás de las cortinas, en el refrigerador. No había ninguna llave.
No tuve tiempo para ponerme de mal humor porque tenía que encontrar una solución para Yianni antes de que ensuciara todo el departamento. Mi padre no estaba habituado a esas cosas. Lo llevé al balcón. Comprendió lo que tenía que hacer...
Volví a inspeccionar el departamento. Descubrí algunos cambios desde que me había ido. La alcoba matrimonial esta vacía: mi madre se había llevado la cama. En la sala había un diván desconocido para mí-allí dormía mi padre-y un televisor a color, absolutamente nuevo. La vara de caucho había desaparecido y también la de bambú con la que mi padre me había golpeado tantas veces en el trasero. En su lugar había un "baobab".
En el cuarto de los niños, el viejo armario aún permanecía allí: sólo se podía abrir una de sus puertas porque de lo contrario se veía abajo. El lecho, al igual que antaño, crujía con cualquier movimiento. Mi padre me había encerrado para que me convirtiera en una joven normal y el ni siquiera había sido capaz de amueblar debidamente su departamento. Yianni y yo regresamos al balcón. Colocó sus patas en la baranda que miraba a la calle, se podían ver once pisos debajo y aquellas siniestras torres que nos rodeaban.
Necesitaba hablar con alguien. Llamé a Narconon. Me anunciaron una sorpresa: había llegado Babsi. Ella quería abandonar definitivamente la droga. Me contó además que le habían asignado mi cama. Yo estaba terriblemente apenada de no poder junto a ella en Narconon. Estuvimos conversando durante largo rato.
Cuando mi padre regresó no le dije una sola palabra. El hablaba por los dos. No había perdido su tiempo: había planificado mi existencia completa. Me asignó deberes para todos los días de la semana: hacer el aseo, las compras, alimentar a sus palomas mensajeras, limpiar la palomera, etc. Y control telefónico para chequear la correcta ejecución de mis obligaciones. Para mis ratos de ocio me había conseguido una chaperona, una de mis antiguas compañeras, Catherina. Era un tallarín incapaz de hablar mal ni siquiera de las paredes.


Mi viejo me prometió también una recompensa: me llevaría a Tailandia. Tailandia era un lugar fantástico. El iba, por lo menos, una vez al año. En parte por las mujeres que había en ese país y también por la ropa que allá era botada de barata. Todos sus ahorros estaban concentrados en la realización de sus viajes a Tailandia. Esa era su droga.
Escuchaba a mi padre y me decía a mí misma que por entonces, no me quedaba otra
alternativa que obedecerlo. Aquello era más positivo que permanecer encerrada.
A partir de la mañana siguiente, entraron en vigor nuevas disposiciones. Conforme al
programa debía limpiar la casa y hacer las compras. Después llegó Catherine. Primero la hice
correr como un caballo y después le anuncié que debía alimentar a las palomas. Se declaró
vencida y renunció a ser mi dama de compañía.
De allí en adelante, comencé a tener el mediodía libre. Mi moral se mantenía en cero. Tenía
unos enormes deseos de andar volada y no me importaba precisamente el tipo de droga que
pudiera consumir. Me fui a pasear durante una hora al parque Hasenheide, en el barrio
Neukölln. Allí había hachís y un ambiente demasiado entretenido. Me dieron ganas de hacer la
intentona con un pito…
Pero no tenía dinero. Sabía como hallarlo. Mi padre tenía más de cien marcos en monedas
dentro de una botella: era su alcancía para el próximo viaje a Tailandia. Saqué cincuenta para
dejar un margen al descubierto. Pensé que si economizaba dinero de las compras podría
rellenar pronto el vacío que había quedado…
Apenas a unos pasos del parque, me encontré con Piet, el muchacho del Hogar Social que me
acompañó a fumar mi primer pito. El también había caído en las garras de las drogas duras. Le
pregunté si conocía algún vendedor.
El:” ¿Tienes dinero?”
Yo: “Si”.
El: “Ven conmigo”. Me acompañó a un lugar donde se encontraba un grupo de proveedores y
les compré un saquito de un cuarto. Me quedaron diez marcos. Nos dirigimos a los baños del
Parque. Piet me pasó su artillería, es decir, todos sus utensilios para inyectarse la droga, a
cambio de la mitad de mi porción de droga.- se había convertido en un toxicómano de tomo y
lomo. Ambos nos inyectamos una pequeña dosis.
Me sentí formidablemente bien. La Hasenheide era el escenario más atrayente de Berlín.
No como el panorama podrido que ofrecía la Kürfurstensdamm. Se consumía casi puro
hachís... Fumadores y drogadictos convivían en absoluta calma. Por otra parte, en la Kudamm
el hachís pasaba por ser una droga para recién nacidos y despreciaban a las personas que
fumaban esa hierba.
En el Parque Hasenheide, a nadie le importaba con qué se drogaba cada individuo que
circulaba por allí. También circulaban personas que no se drogaban con nada. Lo importante
era tener ganas de brillar de alguna u otra forma. Había grupos que interpretaban música,
algunos el la flauta, otros el bongo.
Era una gran comunidad en donde todo el mundo- y entre ellos también los proveedores- se
llevaban bien. Así debió ser Woodstock.
Regresé a casa a la hora prevista. Mi padre llegó a las seis y no se percató que estaba
drogada. Tenía remordimiento por descuidar a las palomas ya que ese día ayunaron. Al día
siguiente les daría ración doble.
Decidí no volverme a inyectar. Uno no era mal considerada si fumaba hachís en el Parque
Hasenheide. Y aquello me venía de perillas. No deseaba volver a las Kurfurstendamm, era un
sitio demasiado asqueroso. En el Parque Hasenheide lograría desengancharme. Estaba
convencida de ello.
Regresaba todas las tardes con Yianni. Mi perro amaba ese lugar porque había numerosos
perros tan tiernos como él. Hasta los perros eran encantadores. Y todo el mundo quería a
Yianni y lo acariciaba.
A las palomas de mi padre las alimentaba día por medio. A veces, cada tres días. Eso era
suficiente siempre que las dejara atiborrarse y luego les repartía algunas provisiones en la
palomera.
Comencé a fumar hierba cuando me la ofrecían. Siempre había alguien que me la brindaba.
Esa era la otra gran diferencia entre fumadores y drogadictos: los primeros comparten.
Me puse más tolerante después de conocer al extranjero que me vendió la dosis de heroína
el primer día. Me instalé al costado de la manta que estaba tendida sobre el piso. Allí estaba
sentado él con sus amigos. Me invitó a tomar asiento y se presentó: se llamaba Mustafá, era
turco y sus amigos árabes. Todos ellos tenían entre diecisiete y veinte años. Estaban comiendo
galletas con queso acompañadas de melón: me convidaron un poco y también a Yianni.
A Mustafá lo encontré bacán. Era un revendedor pero la forma que utilizaba para desempeñar
su oficio era sutil: nada que ver con la agitación y el espectáculo que daban los traficantes
alemanes.
Mustafá apartaba unos manojos de hierba y los colocaba dentro de su bolso. Eso iba encima
y estaba a la vista. La droga estaba oculta debajo. Los policías podían llegar y no encontraban
nada de peligro. Si venía algún cliente, Mustafá, tan tranquilo como si nada, registraba el
césped hasta que recuperaba su mercadería.
Tampoco confeccionaba bolsitas preparadas con anticipación como los revendedores de la
Kundamm. Tenía su droga a granel y su instrumento de medición era la punta de su cuchillo.
Sus dosis eran siempre correctas. Limpiaba con el dedo el polvo que quedaba pegado a la hoja
de su cuchilla y me lo daba para inhalar.
Mustafá me dijo de inmediato que inyectarse era algo asqueroso. Si no se deseaba caer en la
dependencia física, había que conformarse con aspirar. Tanto él como los árabes se
mantenían en buen estado físico y ninguno estaba enganchado. Por otra parte, ellos aspiraban
sólo cuando tenían deseos de hacerlo.
Por temor a recaer en la dependencia física, Mustafá no me autorizaba siempre a consumir
hierba. Pude constatar que esos extranjeros sabían servirse de la droga. No como los
europeos. Para nosotros, los europeos, la heroína representaba poco menos lo que
simbolizaba el agua y el fuego para los indios. Llegué a creer que los orientales podían
exterminar a los europeos y a los norteamericanos con aquello, tal como lo hicieron los
europeos durante una época, cuando los individuos del Viejo Continente durante una época
alcoholizaron a los indios.
Así fue como descubrí a los extranjeros. No eran tan simples como eso de: “Tú, acuéstate
conmigo” como solíamos caracterizarlos con Babsi y Stella. Pensábamos que eran lo que botó
la ola…
Mustafá y sus amigos eran hombres muy orgullosos y delicados. Me aceptaron porque yo me
comportaba con dignidad. Comprendí rápidamente cómo debía comportarme ante ellos. Por
ejemplo: uno nunca debía solicitar nada porque conservaban el espíritu de hospitalidad de sus
pueblos. Aquello era muy importante para ellos. Si uno deseaba algo se podía servir, no
importaba si se trataba de semillas de girasol o heroína. Pero no se debía abusar. Así fue como
nunca se me habría ocurrido llevarme una dosis de heroína conmigo.Lo que uno sacaba lo
fumaba o lo aspiraba de inmediato.
Terminaron por aceptarme definitivamente, a pesar de que ellos no tenían una buena impresión
de las muchachas alemanas. También aprendí que en determinados asuntos aventajaban a los
alemanes.
Encontré que todo aquello era maravillosamente ideal. Y nunca tuve la sensación de ser una
drogadicta entre ellos. Hasta el día en que comprobé que había recaído en la dependencia
física.
En las noches me comportaba como la hija pródiga ante los ojos de mi padre. Lo acompañaba
a menudo al bar y de vez en cuando, para complacerlo, me tomaba una cerveza. La clientela de ese lugar me reventaba.- le tenía horror a los alcohólicos- pero yo quería que ellos también
me tuvieran consideración. Quería reafirmarme en una vida que podía ser la mía, en un
porvenir, en el que la droga no tendría presencia. Por tanto, me ejercitaba en el flipper y me
adiestraba en el billar con mucha vehemencia.
También quise aprender a jugar sisca. Quería adiestrarme en todos los juegos masculinos.
Quería ser mejor que los hombres. Si me veía obligada a convivir con aquellos clientes
habituales del bar “Schluckspecht” quería, al menos, hacerme respetar.
Sería una vedette. Tendría mi orgullo. Como los árabes. No le pediría jamás nada a nadie. No
estaría jamás en inferioridad de condiciones.
Pero no aprendí a jugar sisca. Me comencé a sentir nuevamente agobiada por otras
preocupaciones. Las primeras manifestaciones de la crisis de abstinencia se hicieron sentir.
Tenía que ir al Parque todos los días y eso me tomaba tiempo: no podía visitar a Mustafá,
coger mi heroína y largarme. Las palomas de mi padre comían ya cada tres días. A diario debía
hallar una excusa para deshacerme de mi chaperona, Catherine. Y tenía que estar en casa a la
hora que llamaba mi padre para controlarme. En caso de ausencia, no me quedaba otra
alternativa que inventar una excusa creíble y, por cierto, no podía repetirla. No me sentía bien
con esta nueva actitud que había asumido.
Una tarde, en el Parque Hasenheide, dos manos se posaron delante de mis ojos. Me di
vuelta. ¡Detlev! Nos dimos un tremendo abrazo… Yianni nos festejó hecho un loco. Detlev lucía
bien. Estaba “limpio” , dijo. Lo miré a los ojos:” Mi pobre viejo. ¡Qué ingenuo eres! “me dije…tus
ojos te delatan”. Detlev se había desenganchado definitivamente durante su estadía en París.
Sin embargo, al llegar, partió directamente a la Estación Zoo para inyectarse.
Nos fuimos a mi casa. Teníamos tiempo antes de que llegara mi padre. Como mi lecho era
demasiado caluroso, saqué el cubrecama y lo tendí en el suelo. Nos hicimos el amor, felices de
la vida. Después conversamos acerca de nuestra futura desintoxicación. La realizaríamos la
semana entrante. Detlev me contó que Bernd y el habían conseguido dinero para ir a París de
la siguiente manera: encerraron a un cliente en la cocina, le robaron tranquilamente sus Euro
Cheques y los revendieron por mil marcos a un comprador. Bernd se dejó apresar. A él no lo
podían detener porque el tipo ignoraba su nombre.
Comenzamos a reencontrarnos a diario en el Parque Hasenheide. Después, por lo general,
llevaba a Detlev a mi casa. Dejamos de hablar de la desintoxicación porque nos sentíamos
muy felices en ese entonces. Sólo que cada vez empecé a sentirme más presionada por mi
carné de responsabilidades y por la falta de tiempo.
Mi padre multiplicó sus controles y me cargó con un montón de nuevas tareas. Por mi parte,
necesitaba tiempo para compartir con la pandilla de los árabes, sobretodo ahora que tenía
conseguir algo de mercadería para Detlev. Y necesitaba otro tanto - y más aún- para
dedicárselo a Detlev. Nuevamente comencé a sentirme estresada.
Por lo tanto, me di cuenta que no tenía otra alternativa que hacerme de un cliente en la
estación del Zoo. A la hora de almorzar. No le dije nada a Detlev. Pero la alegría que me
embargaba entonces se había esfumado para darle entrada nuevamente a los gajes del oficio
de la drogadicción. A raíz de que ambos aún no estábamos en estado de dependencia- no
temíamos sufrir crisis de abstinencia y no sentíamos necesidad obligatoria de drogarnos -
pudimos disfrutar de varias jornadas sin la compulsión de tener que inyectarnos. Pero eran
cada vez más escasas. Una semana después del regreso de Detlev ¿Quién hizo
sorpresivamente su aparición? Rolf, el marica, el que alojaba a Detlev en su casa. Tenía un
aspecto muy sombrío y pronunció sólo estas tres palabras: “Lo encarcelaron hoy”. Lo habían
cogido en una redada y de inmediato le endosaron el cuento de los Euro- Cheques. El
comprador había dado su nombre.
Partí a encerrarme en los baños públicos para poder llorar a destajo. Nuevamente el futuro
cargado de alegría, desaparecía de nuestros horizontes. La realidad hizo valer sus derechos y
eso significaba que no había esperanza alguna. Para colmo me sentí amenazada por una crisis
de abstinencia. Me resultaba imposible ir tan tranquila donde los árabes a masticar semillas de
girasol para que después me soltaran un poco de heroína. Me fui a la estación del Metro, me
coloqué delante de una vitrina para atraer a los clientes. Pero en esos momentos había una
calma total: un partido de fútbol por la tele. Tampoco había extranjeros a la vista.


De pronto apareció un tipo que conocía: Henri, el maduro cliente de Stella y Babsi. El tipo
que pagaba siempre con mercadería, además de jeringas, pero exigía acostarse. En esos
momentos, cuando me había enterado que Detlev estaba preso- y para rato- todo me daba
igual. Henri no me reconoció pero cuando le dije: “Yo soy Christianne, la amiga de Stella y
Babsi” reaccionó de inmediato. Me propuso acompañarlo. Ofreció dos cuartos. No estaba mal, era el equivalente a ochenta marcos. Discutí acerca de las condiciones para pagar: necesitaba
efectivo para cigarrillos, Coca-Cola, etc. Estuvo de acuerdo. Partimos.
Henri se detuvo en el camino para comprar la droga- su provisión se había acabado. Era
sorprendente ver a aquel hombre pervertido, con su grave aspecto de contador, pasearse entre
medio de los toxicómanos. Pero el sabía lo que hacía: se dirigió a su vendedor habitual que lo
abastecía siempre de heroína “extra”.
Yo sentía venir la crisis. Si hubiese sido más lista, me habría inyectado de inmediato en el auto.
Pero Henri no había aflojaba ni un gramo de heroína aún.
Me llevó a visitar su industria de papel. Abrió una gaveta y sacó un paquete con fotos. El las
había tomado. Eran pornos. Muy patéticas. Había retratado, a lo menos, una docena de chicas.
A veces, de cuerpo entero, totalmente desnudas. En otras, desde la cintura hacia abajo. ¡Pobre
cretino! ¡Pobre viejo puerco! En esos instantes me puse a pensar particularmente en la droga
que ese asqueroso llevaba siempre en su bolsillo. Miré el resto de las fotografías bastante
distraída. Hasta que vi aquellas en las aparecía Babsi, Stella y Henri en plena acción.
Le dije:” Formidables tus fotos. Ahora vayamos porque necesito inyectarme”. Subimos a su
departamento. Me entregó una dosis de un cuarto y se puso a calentar una cuchara. Se
disculpó porque era una cuchara sopera: ya no le quedaban cucharas de postre porque se las
habían robado las drogadictas. Me inyecté. Me trajo cerveza de malta y me dejó sola durante
un cuarto de hora. Tenía la suficiente experiencia con los adictos para saber que después de
un pinchazo se requería de al menos un cuarto de hora para relajarse.
Babsi y Stella me contaban siempre que Henri era un gran hombre de negocios. Sin embargo,
su apartamento no parecía ser el de un hombre de negocios... Las cortinas de la sala estaban
amarillas de mugre. Y permanecían cerradas para evitar las miradas indiscretas. En un armario
viejo estaban apiladas una suerte de baratijas y unas porcelanas siúticas; había botellas
revestidas de mimbre que anteriormente contenían vino italiano y en un rincón colgaban las
corbatas. Dos viejos divanes, apegados contra el muro, estaban cubiertos con una vieja manta
escocesa con flecos. Allí nos instalamos.
El tal Henri no era un tipo desagradable. Desgraciadamente- aunque para el constituía su gran
fortaleza- era bastante inoportuno. A fuerza de curtirme obtuvo lo que deseaba: me acosté con
él para que me dejara en paz y poder regresar a casa. Además, se empecinó en que probase
algo diferente. Le hice creer que lo había disfrutado- después de todo, había sido generoso.
Así fue cómo me llegó el turno, después de Stella y Babsi, pasé a ser la chica de Henri.
Además me resultaba práctico: podía ganar mucho tiempo y no tendría necesidad de
permanecer horas en las reuniones con los árabes. Esas sutiles aspiraciones ya no me servían
de nada. Tampoco necesitaba esperar a que llegase un cliente, ni correr a comprar la droga.
Era una buena posibilidad que me ofrecía la oportunidad de acabar con mis numerosos
deberes: la limpieza, las compras, las palomas, etc., sin demasiada dificultad.
Iba a la casa de Henri casi todas las tardes. Comencé a cobrarle aprecio. A su manera, el me
amaba. Me lo repetía siempre y deseaba escuchar que era un sentimiento recíproco. Era
terriblemente celoso. Siempre tuvo temor que regresara a la estación del Zoo. En el fondo, era
agradable.
En aquel entonces, yo tampoco tenía con quién hablar. Detlev estaba preso. Bernd también,
Babsi en Narconon y Stella parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. Mi madre se
había desinteresado por mí(al menos era lo que yo pensaba). En cuánto a mi padre, a él le
mentía todo el tiempo. No me quedaba más que Henri: podía hablarle de lo que se me ocurría,
no tenía nada que ocultarle- o casi. La única cosa de la que no podía hablar abiertamente, y de
corazón, era respecto de mis sentimientos por él.
En ocasiones, me sentía realmente muy contenta cuando me tomaba entre sus brazos.
Tenía la impresión de contar con él y me sentía respetada. ¿Quién otro me respetaba? Por otra
parte, cuando me encontraba en su roñoso diván, me sentía más su hija que su amante. Pero
el estaba cada vez más agarrado: quería que estuviese todo el tiempo con él- para que lo
ayudase en su negocio, para presentarme a sus amistades. Tenía verdaderos amigos, no era
un solitario.
De repente, de nuevo me sentí atrapada por las manijas del reloj. Tanto fue así que mi padre
comenzó a ponerse cada vez más sospechoso. Registraba todas mis cosas. Tenía que ser
más cautelosa para evitar las sospechas... Tuve que inventar un código especial para las
direcciones y
los números telefónicos. Por ejemplo: Henri vivía en la calle Los Pinos- entonces yo dibujaba
varios árboles encima de mi carné. El número de la calle como el número telefónico estaban camuflados en mi cuaderno de cálculo. El 3 95 47 73 se traducía en 3,95 marcos+ 47
pfennings+ 73 pfennings.
Un día Henri descubrió la misteriosa desaparición de Stella. Estaba en la cárcel. Aquello fue
como si le hubieran dado una patada en la cara. No por Stella si no porque ella podía
arriesgarse a contarle todo a la policía. Así fue cómo me enteré que Henri ya tenía un
expediente en el cuerpo. Por corrupción de menores. Hasta el momento el asunto no lo había
inquietado. Su abogado- dijo- era el mejor de Berlín. El problema se agravaba si a Stella se le
ocurría decir que pagaba con heroína los servicios prestados. Más grave aún si se trataba de
menores.
A mi también me provocó un schock la noticia. Y tal como lo hizo Henri, dejé de
preocuparme por la pobre Stella y me puse a pensar en mí. Si la policía la había metida presa
a pesar de sus catorce años, a mí no me reducirían el plazo. Y yo no tenía ningún deseo de ir a
la cárcel.
Llamé a Narconon para darle la noticia a Babsi. La llamaba por teléfono casi a diario. Hasta esa
fecha, se encontraba bien, a pesar de haber realizado dos intentos de fuga. El motivo: pegarse
una volada. Ese día no pudo hablarme: estaba hospitalizada. Una ictericia.


A Babsi y a mí nos ocurrían los mismos cuentos: cuando decidíamos tomarnos en serio la
abstinencia, nos enfermábamos de ictericia. Babsi iba en su enésima tentativa. La última vez
había estado en Tübingen, acompañada de un consejero del centro Anti-Drogas, para
practicarse una terapia. En el último momento se aterró porque le dijeron que el Internado
Tübingen era muy estricto. Babsi se encontraba en el mismo lamentable estado físico que
yo.Por eso que siempre nos vigilábamos la una con la otra. Nos servía como espejo para
comprobar la dimensión de los estragos de la droga en nuestros cuerpos.
Al día siguiente por la mañana, partí zumbada para ver a Babsi en el Hospital Westend.
Yianni y yo tomamos el metro hasta la Plaza Theodor-Heüss, después caminamos a paso
acelerado. Era un barrio bastante elegante. Con unas mansiones fabulosas, rodeadas de
césped y árboles. Yo no tenía la menor idea de que en Berlín existían semejantes sitios. En el
fondo, no conocía Berlín. Sólo Gropius y sus alrededores, el barrio Kreutzberg donde vivía mi
madre y las cuatro cuadras que circundaban la “Sound”. Llovía a cántaros. Yianni y yo
estábamos mojados pero contentos porque corrimos por el pasto y - al menos yo- vería a
Babsi.
No dejaron entrar a Yianni dentro del hospital. No se me había ocurrido. Pero uno de los
porteros era simpático: aceptó cuidarlo mientras yo regresaba. Subí por la escalera de servicio
y busqué en vano a Babsi. Finalmente le pregunté al primer médico que vi pasar: “Yo también
quisiera saberlo” me respondió. Me dijo que ella había escapado el día anterior. Además, corría
el riesgo de liquidarse porque a la menor ingestión de droga, de cualquier droga, su organismo
sería incapaz de absorberlo. Ella no se había curado de la ictericia y su hígado estaba hecho
una miseria.
Recuperé a Yianni y nos fuimos del Hospital. En el vagón del metro me puse a pensar: si el
hígado de Babsi estaba destruido, el mío también lo estaba. Nosotras dos siempre corríamos
de a parejas. ¡Si pudiera encontrarla! -pensaba para mis adentros. Me había olvidado de todas
nuestras disputas. Yo pensaba que nos necesitábamos la una con la otra. Ella seguramente
tendría una gran necesidad de hablar y por otra parte, la podría convencer de que regresara al
hospital. Pero volví a la realidad: me di cuenta que ella no iba a regresar a ese lugar después
de haberse fugado hacía dos días y menos si se había drogado. Yo tampoco lo hubiera hecho.
También sabía dónde encontrarla: en el hipódromo, al costado de la Scene o en casa de un
cliente. No tenía tiempo para andar averiguando por todas partes, mi padre no tardaría en
telefonear. Me conformé con la moral del drogadicto: uno debe preocuparse sólo de sí mismo.
Entré a la casa. Yo, por otro lado, no tenía ganas de ir a arrastrarme por el escenario de la
droga. Henri proveía bien mis necesidades.
A la mañana del día siguiente partí a comprar el “Bild Zeitung”. Lo hacía todas las semanas.
Después que mi madre había dejado de leerme los titulares que anunciaban con regularidad:”
Una nueva víctima de la droga”, no había tomado conciencia que después era lo primero que
leía. Los artículos cada vez eran más breves y más frecuentes. Sin embargo, los nombres de
los jóvenes que encontraban muertos con una aguja plantificada en el brazo me resultaban
más y más familiares.
Bueno, aquella mañana me había preparado una galleta con mermelada para comer mientras
hojeaba el diario. Un titular destacado en la primera página señalaba:” Ella sólo tenía catorce
años”. Lo comprendí de inmediato. Sin leer la información. Babsi. Tenía el presentimiento…Era incapaz de comprender lo que sentí en ese momento. Muerta. Tenía la
impresión de haber leído el titular de mi propia muerte.

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