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Christiane F |
agradable viaje….esperamos verlos muy pronto…etc., me percaté que mi madre estaba
llorando. Y después comenzó a hablar con la rapidez de una ametralladora. Para ella no existía
otra cosa que mi bienestar, siempre había querido lo mejor para mí. Durante los últimos días
había soñado que me encontraba muerta en un WC con las piernas totalmente retorcidas,
sangre por todas partes. Muerta, apaleada a golpes
por un dealer. Y la policía le pedía que me fuese a identificar.
Siempre pensé que mi madre tenía cualidades parapsicológicas. Si me decía una noche:”No
salgas, pequeña. Tengo un extraño presentimiento” siempre ocurría algo: una redada, algún
escándalo, riñas. Cuando la escuché contarme ese sueño pensé en Polo, en sus amenazas y
en sus amigos proxenetas. Mi madre había venido quizás a salvarme la vida. No quise pensar
en nada más. Me lo prohibí a mí misma. Después de fracasar en mi segunda escapada, no
quería pensar en nada más.
Mi tía me esperaba en el aeropuerto. Almorzamos con mi madre que regresaba en el próximo
vuelo. Pedí un Florida-Boy: no lo conocían ni en broma en esa cafetería súper lujosa.
Hamburgo era un verdadero agujero perdido en la nada, y por lo tanto, me reventé de sed.
Mi madre y mi tía me contaron mi futuro. Tardaron media hora en trazar un mapa de mis
próximos años: iría a clases, haría nuevas amistades, aprendería materias interesantes y
regresaría a Berlín provista de la garantía que otorga una capacitación profesional. ¡Qué simple
parecía!
Mi madre lloró cuando me despedía. Yo me prohibí el intento de ser vulnerable.
Estábamos a 13 de Noviembre de 1977.
Pasé mis primeros cuatro días en casa de mi abuela con síndrome de abstención. Desde que
fui capaz de levantarme, me vestía con el uniforme de los toxicómanos: chaqueta de piel, botas
con tacones súper altos. Y salía a pasear al bosque con el perro de mi tía.
Todas las mañanas era el mismo cuento: me disfrazaba y me maquillaba como si fuera a la
Estación del Zoo y después me iba a pasear por el bosque. Mis tacones altos se enterraban en
la arena, tropezaba cada diez pasos, y a fuerza de caerme me había llenado de moretones.
Pero cuando la abuela me propuso darme unos “zapatos para trajinar” los rechacé horrorizada-
la sola expresión de “zapatos para caminar” me repugnaba.
Me di cuenta, poco a poco, que mi tía recién había cumplido los treinta años, era una
persona con la que se podía hablar. Igual no me atrevía a contarle mis verdaderos problemas.
Por lo demás, no estaba muy ávida de conversar ni de pensar. Mi verdadero problema se
llamaba “droga” y todo lo que se relacionaba con ésta: Detlev, la Scene, la Kundamm, topar
fondo, no estar obligada a pensar, ser libre. Intentaba no pensar mucho, también sin droga. En
realidad, no pensaba más que en una sola cosa: pronto te mandarás a cambiar .Pero, al
contrario de otras ocasiones, no planifiqué ninguna evasión. Sólo estaba consciente de que algún día dejaría el campo. Pero, en el fondo, tampoco lo quería hacer, realmente. Tenía
demasiado miedo de aquello que durante dos años había conocido como “libertad”.
Mi tía logró apresarme como si estuviese dentro de una apretada malla de prohibiciones:
tenía quince años, pero si por casualidad me daban permiso para salir, tenía que estar de
regreso a las nueve y media de la noche. Yo desconocía todo eso a partir de los once años.
Aquello me exasperó. Pero, curiosamente, cumplí casi siempre con todas las reglas.
Fuimos a realizar compras de Navidad a Hamburgo. Partimos en la mañana temprano. Nos
dirigimos a las grandes tiendas. Fue horroroso. Uno tardaba horas en transitar dentro de todo
ese gentío de pueblerinos miserables que intentaban atrapar algún objeto, y que luego
hurgaban en sus suculentas billeteras. Mi abuela, mi tía, mi tío y mi primo estaban en la
sección trapos. No encontraron regalos para la tía Edwige, para la tía Ida, Joachim ni para el
señor ni la señora Machinchose. Mi tío buscaba un par de plantillas para el calzado y después
nos llevó a ver los autos, así podríamos contemplar el coche que deseaba comprarse.
Mi abuela era muy pequeñita, se puso a luchar con tanta animosidad en las grandes
tiendas, que terminó por perderse entre aquellos conglomerados humanos. Tuvimos que partir
en su busca. De tanto en tanto, me encontré completamente sola, y por cierto, pensé en
desaparecerme de allí. Ya había localizado una Scène en Hamburgo. Me bastaba con salir a la
calle, entablar conversación con uno o dos tipos respecto de la droga y todo continuaría como
antes. Pero no me decidí porque no sabía qué era lo quería, en realidad. Por supuesto
pensaba:”Miren a todas esas personas: lo único que las hace vibrar es el hecho de comprar y
correr en medio de las grandes tiendas”. Era preferible reventar dentro de un asqueroso WC
que convertirme en uno de ellos. Y sinceramente, si en ese instante me hubiera abordado un
adicto habría partido.
Pero en el fondo no quería irme. Cada vez que me sentía tentada a huir, le suplicaba a la
familia que me llevara de regreso a casa.”Ya no puedo más. Regresemos. Podrán hacer las
compras sin mí”. Pero ellos me miraron como si estuviera a punto de volverme loca: para ellos,
hacer las compras navideñas era, sin duda, la época más entretenida del año.
En la noche, no pudimos encontrar el auto. Corrimos de estacionamiento en
estacionamiento, y ni sombra del cacharro. Por mi parte, valoré aquella situación en la que
estábamos todos juntos, nos habíamos convertido en una comunidad. Todo el mundo hablaba
a la vez, a cada cual se le ocurría una idea diferente, pero teníamos un objetivo en común:
encontrar ese detestable cacharro. Se me ocurrió que todo ese cuento era muy divertido y no
paraba de reírme, mientras los otros estaban cada vez más desconcertados. Comenzó a hacer
frío. mucho frío, todo el mundo se puso a tiritar menos yo: mi organismo había sufrido cosas
peores.
Para colmo, mi tía se fue a instalar delante del calefactor de aire caliente que estaba a la
entrada de Karstadt y se negaba a moverse un milímetro de allí. Mi tío se vio obligado a
arrastrarla por la fuerza desde su cómodo refugio. Todo el lío acabó cuando encontramos el
famoso auto y el asunto terminó con una risotada general.
El viaje de regreso tuvo un ambiente especial. Me sentía bien. Tenía la impresión de ser
parte de una familia.
Me fui adaptando poco a poco. Al menos, lo intentaba. Era difícil.Tenía que poner atención en
mi lenguaje. En cada palabra. En cada frase. Cuando se me escapaba algún “mierda”, mi
abuela me reprendía de inmediato: “Una palabra tan perversa en una boca tan hermosa”.
Como aquella frase me enervaba, me daban ganas de discutir, pero después me mordía los
labios y me tragaba la rabia.
El día de Navidad se hizo presente. Mi primera Nochebuena en familia, bajo un alero
después de un par de años: los dos años anteriores había pasado la Navidad en la Scene. No
sabía si estar si o no contenta. Decidí, en todo caso, hacer un esfuerzo por no aparentarlo, al
menos, en el momento de los regalos. Pero luego no tuve que hacer ningún esfuerzo, ellos
realmente me habían logrado complacer. Nunca me habían regalado tantas cosas para la
Navidad. Por un momento, me sorprendí haciendo un cálculo de cuánto habría costado todo
aquello y cuántas dosis de heroína representaban…
Mi padre vino a pasar la Navidad con nosotros. Como siempre, llegó retrasado. El 25 y 26 por
la noche me llevó a una discoteca local. Las dos veces me tragué entre seis y siete Coca-Colas
con Ron, después de lo cual me quedé dormida encima de la banqueta del bar. Mi padre
estaba satisfecho de verme beber alcohol. Me decía a mí misma que terminaría por adaptarme
a ese ambiente, a esos jóvenes provincianos y a la música disco.
Al día siguiente, mi padre regresó a Berlín: había un partido de jockey sobre hielo que no podía
perderse. Esa era su nueva pasión.
Después de las fiestas navideñas, regresé a mis estudios. Entré al cuarto grado. Aquello me
atemorizaba: no había prácticamente nada durante los tres últimos años, y durante el último
curso, para colmo, me había ausentado en demasiadas ocasiones- por enfermedad, por
desintoxicación o porque me desaparecía simplemente de las clases. Sin embargo, la nueva
escuela me gustó a partir del primer día. Aquella mañana nos tocó hacer un dibujo grande,
debía cubrir todo el muro de una sala de clases. Me incorporaron de inmediato para que
participase en aquel trabajo colectivo. Dibujamos casas, bellas casas antiguas. Exactamente
como aquellas en las que yo soñaba vivir algún día. Poblamos las calles con personas
sonrientes y también añadimos un camello atado a una palmera. El trabajo quedó genial.
Escribimos debajo: “Bajo la acera, una playa”. De repente recordé que había visto un cuadro
casi idéntico. Estaba en el Club de los Jóvenes pero la leyenda que se leía debajo decía:” Sin
lágrimas y sin dolor, coge el martillo y la hoz”. Al parecer, en el Club era la política la que
imponía el tono del lugar…
Pude constatar rápidamente que los jóvenes rurales, lo mismo que los muchachos del pueblo
vecino del nuestro, no parecían muy contentos. En apariencia, había grandes diferencias en el
comportamiento con los jóvenes de Berlín. De hecho, causaban mucho menos alboroto en
clases. La mayoría de los profesores tenían autoridad sobre los alumnos. Los jóvenes de
provincia, a su vez, solían vestir de manera bastante tradicional.
Yo tenía algunas lagunas mentales pero quería triunfar, a pesar de todo: al menos, obtener
mi licencia secundaria. Por primera vez, desde la primaria, hacía mis deberes. Al cabo de tres
semanas, comencé a sentirme cada vez más y más integrada en el curso: me dije que por fin
había logrado superar la etapa más difícil.
Un día estábamos, en plena clases de cocina- me citaron a la oficina del Director. Estaba
sentado en su escritorio y hojeaba nerviosamente un expediente. Comprobé que era el mío.
Había llegado recién de Berlín. Sabía también que mi expediente no disimulaba ninguna de mis
actividades extra-escolares. La Ayuda a la Infancia lo había informado a la Dirección de la
Escuela.
El Señor Director tosió durante algunos instantes, después me anunció con mucho dolor
de su parte, que no me podían conservar en su establecimiento. Yo no tenía las condiciones
exigidas para la educación secundaria. Debí creer que mi expediente lo había traumatizado de
tal forma, que ni siquiera había esperado a que terminara la clase para despedirme.
No dije nada. Era incapaz de pronunciar una palabra. No quería tenerme más de una hora
dentro del establecimiento. A partir de la próxima Inter-Clase debía dirigirme al director del
Curso Complementario. Obedecí como una autómata. Una vez en la oficina del Director del
Curso Complementario me desbordé en una crisis de llanto. El me dijo que el asunto no era tan
grave. Que tenía que trabajar a fondo en el Curso Complementario, que lo más importante era
trabajar bien y obtener un diploma.
Cuando me encontré afuera intenté hacer un balance: era algo que no hacía desde hacía
mucho tiempo. Ya no sentía compasión de mí misma. Tenía que pagar los platos rotos. Me
daba muy bien cuenta de ello. De repente, me percaté que todos mis sueños de hacer una
nueva vida cuando me hubiera liberado de la droga, eran una estupidez. Los otros no me veían
tal como era hoy en día pero me juzgaban por mi pasado. T
Descubrí también que era imposible cambiar de piel, transformarme en otra Christianne de un
día para el otro. Mi cuerpo y mi espíritu no dejaban de recordarme el pasado. Mi hígado
destrozado se hacía presente de vez en cuando por lo que lo había sufrir. La vida con mi tía, a
diario, no era muy entretenida. Me encolerizaba por un si o por un no; me enojaba todo el
tiempo. Me enfermaba ante el menor síntoma de stress. Todo acto precipitado me resultaba
insoportable. Y cuando estaba profundamente deprimida, me decía que un buen pinchazo
acabaría con todo aquello.
Después de mi despido del C.E.S., había perdido toda la confianza en mi éxito escolar. No
me atrevía a volver a intentarlo. Una vez más, se había deteriorado mi autoestima. Me
expulsaron y no había tenido derecho a defenderme. Por lo tanto, ese Director no podía saber,
ciertamente, si iba a poder proseguir mis estudios al cabo de tres semanas. No hice más
proyectos para el futuro. Bueno, podía ingresar a una Escuela Polivalente- había una o dos en
los alrededores; sólo debía tomar un autobús y probar allí la calidad de mi materia gris. Pero
tenía demasiado miedo de fracasar de nuevo.
Comprendí poco a poco- me tomó un tiempo- lo que significaba aquello de “descender al
curso complementario”. Al comienzo, iba al club de las liceanas. Después de mi retiro de la
C.E.S. tuve la impresión de ser mirada con extrañeza. Entonces comencé a ir al del nuevo
curso.
Para mí se trataba de una experiencia completamente nueva. En Berlín no existía esa tipo de
segregación. Ni en la Escuela Polivalente, ni con mayor razón, entre los drogadictos. Aquí la
cosa comenzaba en el momento de salir a recreo: los grupos se dividían en dos mediante una
gran franja blanca. Estaba prohibido franquearla.
Por una parte estaban los alumnos del C.E.S. y por el otro, los del curso complementario. Si
quería conversar con mis antiguos condiscípulos, debíamos mantenernos a un lado y al otro de
la franja. Separaban también cuidadosamente a los jóvenes que tenían un futuro prometedor
de aquellos que habían sido calificados como ciudadanos desechables- a nosotros, los del
curso complementario.
Así era entonces la sociedad a la que me pedían adaptarme. “Adaptarme” era el término
favorito de mi abuela. Después de mi retiro de la C.E.S., ella me aconsejaba que evitara a los
compañeros del curso complementario fuera de las horas de clases. Decía que debía
seleccionar a mis amistades entre los liceanos y los colegiales. Yo le respondí:” Sería
conveniente que entres en razón: tu nietecita está en un Curso Complementario. Me adapto,
por lo tanto, me haré amiga de mis compañeros de clase”. Esa respuesta mía le daba tiritones.
Mi primera reacción fue desinteresarme completamente de mis deberes escolares. Pero me
di cuenta que el profesor principal era un tipo muy especial. Era de cierta edad, con ideas
totalmente “retro”, un auténtico “facho”. También me dio la impresión de que no se había des-
nazificado en un ciento por ciento. Pero tenía autoridad, sabía hacerse respetar sin vociferar.
Cuando entraba a clase, todo el mundo se ponía de pié. Espontáneamente. Era con el único
que lo hacíamos. Jamás daba la impresión de estar estresado y se ocupaba individualmente de
cada uno de nosotros. De mí también.
Seguramente muchos de nuestros jóvenes profesores eran súper idealistas. Sólo que ellos
estaban sobrepasados por su trabajo. No estaban mejor preparados que nosotros, los
alumnos, para un montón de cuentos. En numerosas ocasiones, se armaba la debacle,
empezaban los gritos…pero sobretodo, no tenían respuestas claras a los problemas que nos
inquietaban. Siempre salían con un “si “condicional o un “pero” - y se sentían abochornados
delante nuestro por no poder responder apropiadamente.
Nuestro profesor principal no permitía que nos hiciéramos muchas ilusiones al egresar del
Curso Complementario. No disimuló la realidad de que nuestro futuro sería difícil. Sin embargo,
nos hizo saber que en determinadas materias estaríamos mejor preparados que los liceanos.
Por ejemplo, en ortografía. Los bachilleres desconocían la correcta ortografía. El hecho de
saber redactar correctamente y sin errores una solicitud de empleo nos brindaría una ventaja
comparativa. Intentó que aprendiéramos a comportarnos delante de las personas que se creían
superiores. Y siempre tenía algún proverbio que citar. Generalmente del siglo pasado. A veces
nos reíamos de ellos- por otra parte -la mayoría de los alumnos lo hacía- pero yo consideraba
que cada uno de ellos contenía un grano de veracidad. No compartí siempre las opiniones de
aquel profesor pero era lejos el que más me gustaba. Lo que más parecía agradarme de él era
que daba la impresión de que distinguía el negro del blanco. La gran mayoría de mis
compañeros lo consideraban demasiado exigente. Los enervaba ese cuento de que siempre
estaba intentando moralizar. En líneas generales, mis compañeros no estaban interesados en
nada. Algunos se daban la molestia de estudiar para obtener su Licenciatura: sospechaban que
les iba a abrir las puertas del mundo laboral. Realizaban sus deberes en forma puntual y
sigilosa pero no hacían ningún esfuerzo por aprender o investigar algo fuera de lo exigido. No
se les pasaba por la mente leer un buen libro o interesarse en alguna disciplina de estudios
extra-escolares. Cuando, por ventura, el profesor jefe intentaba fomentar algún tema para
discutirlo en clases, no conseguía escuchar más que risitas estúpidas entre dientes.
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