martes, 30 de noviembre de 2010

Yo, Chistiane F. 13 años, drogadicta y prostituta (cap 17/20)

Christiane F

Dijo que Detlev debería abandonar la terapia y regresar. Nada menos. También le había dejado
una llave del departamento. Al escuchar eso, estallé:”Eres un puerco, un asqueroso. Le dejas
la llave como si estuviera a punto de claudicar, como si ya hubiese fracasado en su terapia. Si
lo quisieras de verdad, intentarías hacer todo lo posible para que se desenganche. Pero, ¿qué
se podía esperar de ti, marica asqueroso?”
Rolf estaba con crisis de abstinencia y yo no tuve ningún empacho en hacerlo papilla. Pero
de pronto me asaltó una idea ¿Y si me quedaba a alojar en su casa? Me calmé y le propuse
hacerme de un cliente para comprarle una dosis de heroína. Rolf se alegró mucho cuando se
enteró que yo iría a alojar a su casa. Fuera de Detlev y de mí, no conocía a nadie más.
Dormimos juntos en una cama grande. Cuando Detlev no estaba, me entendía mejor con él.
Me desagradaba, es cierto, pero en el fondo era un pobre y triste infeliz. Así fue como entonces
los dos amores de Detlev terminaron metidos en una misma cama de dos plazas. Y todas las
noches escuchaba el mismo cuento: me machacaba que amaba a Detlev y lloraba un buen
poco por él antes de dormirse. Eso me ponía los nervios de punta pero me aguantaba porque
necesitaba un espacio en la cama de Rolf. Tampoco me indigné el día que me hizo saber que
después de nuestra desintoxicación, Detlev y él vivirían en el mismo departamento. Por otra
parte, todo me daba igual. Además, Detlev y yo teníamos una responsabilidad respecto de
Rolf: si no hubiese sido por nosotros habría terminado siendo un simple homosexual, solitario y
abandonado, que de vez en cuando se pegaba una borrachera para olvidar sus miserias y eso
sería todo.
Las cosas funcionaron bien durante una semana. El hipódromo, un pinchazo, el hipódromo,
un pinchazo. Y en la noche escuchaba los lamentos de Rolf.
Una mañana me desperté cuando escuché que alguien abría la puerta de entrada. Luego
caminaron en forma apresurada por el pasillo. Sin duda, era Rolf. Entonces vociferé: “No
hagas tanto ruido, tengo sueño” Era Detlev.
Nos abrazamos y nos besamos. ¡Qué felices éramos! De pronto caí en la cuenta:” ¡Te
escapaste!”
Me explicó: como a los demás novatos, le encargaron que hiciera las veces de despertador
durante un período de tres semanas. Exigirle puntualidad a un drogadicto es casi pedir un
imposible. Le pedían que se levantara todas las mañanas a despertar a los otros: eso fue
imponerle una tremenda prueba. Ese era el sistema de selección que utilizaban: las escasas
vacantes se las daban a los individuos dotados de una mayor fuerza de voluntad. Detlev no
pudo resistir la disciplina: sólo en tres ocasiones se logró despertar y lo despidieron.
Detlev me contó que la terapia no era del todo mala. Bueno, quizás era dura, pero la
próxima vez lograría salir adelante. Mientras esperaba, se esforzaría por mantenerse “limpio” -
y por otro lado- muy pronto se pondría en campaña para ocupar una vacante en terapia. Me
contó que se encontró allí con muchas de nuestras antiguas amistades. Frank, por ejemplo, el que intentaba desengancharse después de la muerte de su amigo Ingo. Tenía catorce años,
como Babsi.
Le pregunté a Detlev que haría durante el día. Lo primero sería inyectarse. Le pedí que me
trajera una dosis de heroína. Regresó al cabo de dos horas acompañado de un tal Polo, un
antiguo cliente. Polo sacó una bolsa de plástico de su bolsillo y la puso sobre la mesa. Yo no
podía creer lo que veían ante mis ojos: estaba lleno de heroína- diez gramos. Nunca había
visto tanta droga junta. Cuando volví de mi asombro le grité:” ¿Te volviste loco? ¿Cómo se te
ocurre traer diez gramos a casa?”
“A partir de hoy seré revendedor” respondió Detlev.
“¿Has pensado en la policía? Si te vuelven a agarrar, regresarás a la prisión. Y por varios
años.”
Detlev se enfadó: “No tengo tiempo para pensar en policías y me hastié de andar patinando por
las calles. ·” Y se puso a trabajar de inmediato. Dividió las porciones con su cortaplumas y las
dispuso sobre cuadrados de papel aluminio. Me parecieron demasiada pequeñas y le hice la
siguiente observación: “Atento, viejito, es la apariencia lo que cuenta. Deberías hacer paquetes
más grandes con la misma cantidad. Piensa tan sólo en las que nos venden: están llenas hasta
la mitad.”
“Me estás agobiando. Hice las dosis más pequeñas para que nuestros clientes se enteren de
que no los estafaremos. Te aseguro que todos regresarán después. Atenderé muy bien y se
correrá la voz…”
Se me ocurrió entonces preguntar de quién era toda esa mercadería. De Polo, naturalmente.
¡Ese pequeño granuja! Se dedicaba a desvalijar oficinas. Recién lo habían largado de la cárcel,
estaba en libertad condicional y quería salir a flote endosándole su pega a ese pobre
pajarón de Detlev. Había comprado la mercadería con tarifa de revendedor a los mafiosos de la
calle Postdamer que había conocido en la prisión. Pero ni hablar de venderlo por su cuenta.
Por otro lado, desconocía el oficio pero sabía manduquear y para eso estaba el tontorrón de
Detlev.
Cuando Detlev terminó con sus envoltorios, contamos los paquetes. Había de un gramo,
de medio y de un cuarto. Yo nunca fui buena para las matemáticas pero de inmediato me di
cuenta que el total no daba más de ocho gramos. Si no lo hubiéramos chequeado habríamos
tenido que pagar los dos gramos que faltaban de nuestro bolsillo.
Bien, todo comenzó de nuevo. Como había sobrado un poco de de polvo que estaba
adherido al papel, lo recuperé para mi uso personal. Detlev se decidió finalmente por los
paquetes más grandes y por mostrar la mercadería junto a una botella de cerveza. Daría la
impresión de mayor solvencia. En esa ocasión vendió sólo dos cuartos. Finalmente, logramos
tener veinticinco dosis a nuestra disposición. Consumimos dos de ellas: teníamos que probar la
mercadería. La heroína era de buena calidad. En la noche llevamos nuestro stock a la
Treibhaus. Enterramos la partida más grande detrás del establecimiento, al lado de los botes
de basura. Nunca conservamos más de tres paquetes con nosotros. De esa manera, en caso
de una redada no quedaríamos fichados como “dealers”. Aquello funcionó bastante bien. Muy
pronto, todo el mundo se enteró de que teníamos droga de buena calidad y que atendíamos
bien. Una sola persona habló mal de nosotros: Stella, por supuesto. Sin embargo eso no le
impidió ofrecerme sus servicios de promotora. Yo, pobre imbécil, acepté. Le daríamos un
cuarto por cinco ventas. Conclusión: no nos quedó nada. Detlev había convenido que por diez
gramos vendidos, nos darían a cambio uno y medio. Una vez que los promotores pagaran,
nuestro oficio como revendedores nos permitirían cubrir muy al justo nuestras necesidades
cotidianas de heroína.
Polo venía a hacer las cuentas todas las mañanas. En la noche teníamos por lo general,
dos mil marcos en caja- eso significaba un beneficio neto de mil marcos para Polo. Para
nosotros, un gramo y medio de droga. Polo no corría prácticamente ningún riesgo, a menos
que nosotros lo denunciáramos…
Tomó sus precauciones. Nos explicó de inmediato que si nunca antes habíamos sido
arrestados y lo entregábamos a la policía, podíamos encargar desde ya nuestros féretros. Sus
compañeros de la calle Postdamer se ocuparían de eso. No teníamos escapatoria, tampoco de
la cárcel. El tenía amigos instalados por todos lados. Nos amenazó también con hacerlos
intervenir en caso de que falseáramos las cuentas.
Creímos en sus palabras. Por lo mismo le tenía tanto miedo a los proxenetas- sobretodo
después de torturar a Babsi.


Detlev no quería reconocer que Polo nos amenazaba...” ¿Qué quieres? me dijo. Por ahora,
aquello era esencial y nos evitaba salir a patinar.”No quiero que te prostituyas, Y yo no quiero
volver a hacerlo nunca más. Entonces es preferible soportar esto…”
La mayoría de los pequeños revendedores estaban en la misma situación que nosotros.
Nunca tenían suficiente dinero para comprar diez gramos de droga directamente al
intermediario. Por otra parte, desconocían la conexión.¿Cómo podíamos entrar en contacto con
los proxenetas de la calle Postdamer? Los pequeños revendedores de la calle, que a su vez
eran toxicómanos, necesitaban un vendedor con garra que les pidiera pagar al contado. Y eran
aquellos infelices drogadictos los que iban a parar a la cárcel. Los tipos como Polo estaban
prácticamente fuera del alcance de los policías y nunca tenían obstáculos para reemplazar a un
revendedor que se dejara apresar. Por dos inyecciones diarias cualquier adicto estaría
dispuesto a realizar ese trabajo.
Al cabo de algunos días no volvimos a sentirnos seguros en el sector de la calle Treibhaus.
La zona estaba repleta de policías de civil. Por otra parte, para mí, en lo personal, significaba
un exceso de stress. Nos organizamos de otro modo: yo hacía las veces de publicista en la
Treibhaus y le mandaba clientes a Detlev quién se ponía a cubierto unas cuadras más abajo.
Una semana después, Detlev hizo caso omiso de toda precaución y se paseó por el costado
de la Treibhaus con los bolsillos repletos de droga. Un coche se detuvo a su lado. El conductor
le preguntó por el camino que conducía a la Estación del Zoo. Detlev se aterró y se largó a
correr a toda carrera, y luego arrojó el stock en medio del primer matorral que encontró.
Detlev me explicó que ese individuo era probablemente un policía porque nadie ignoraba
donde quedaba la estación Zoo.
Las cosas comenzaron a ponerse color de hormiga. Veíamos a un policía en cada
automovilista que paseaba, en cada peatón que deambulaba sobre la Kundamm. Tampoco nos
atrevimos a recuperar la droga porque nos podían estar esperando los policías en el sitio del
suceso.
Estábamos con la mierda hasta el cuello. No íbamos a poder sacar las cuentas con Polo.
¿Y si le decíamos la verdad? No nos creería. Se me ocurrió una idea: le diríamos que nos
habían asaltado un extranjero: nos habían sustraído la droga y el dinero. Pero quizás ese
cuento empeoraría las cosas. En ese caso, más valía que consumiéramos el resto de la droga
que nos quedaba. Y por lo demás, ese tipo repulsivo, ese puerco ganaba mil marcos a costillas
nuestras.
Y nosotros jamás teníamos un centavo. Yo tenía que comprarme ropa, no tenía ropa gruesa de
invierno. No podía pasearme todo el período invernal con lo que llevaba puesto, con la ropa
que me había arrancado del hospital.
Detlev terminó por entender que si gastábamos algo de plata que nos quedaba de la droga,
Polo no iba a notar una gran diferencia. Igual tendríamos que entregarle un pago deficitario por
lo de la mercadería extraviada.
Al día siguiente por la mañana nos fuimos al mercado de las pulgas. Cuando veía algo que
me agradaba, se lo probaba primero Detlev y yo después. Sólo queríamos comprar trapos que
nos sirvieran a ambos. Me decidí por una chaqueta vieja con piel negra. De conejo. Le
quedaba muy bien a Detlev. Se veía súper guapo con ella puesta. Después compramos
también un perfume, una caja de música y una que otra bagatela. Pero no gastamos todo
nuestro dinero- éramos incapaces de comprar cualquier cosa, sólo por el placer de tenerlo.
Escondimos lo que nos quedaba.


Habíamos llegado recién a la casa de Rolf cuando se presentó Polo. Detlev dijo que todavía
no se inyectaba. Debió haberlo hecho antes de sacar las cuentas. Por supuesto que no era
cierto: nos habíamos drogado como siempre, cuando recién nos levantamos, pero Detlev tenía
pavor de lo que podía ocurrir con Polo y sus líos de plata.
Polo le dijo: “OK” y se sumergió en una de mis novelas de terror. Detlev se inyectó en otro
cuarto y se adormeció antes de retirar la aguja de su brazo.
No me asombré en lo más mínimo cuando vi que Detlev se había dormido después de
inyectarse una doble dosis en el curso de una mañana… Sólo había que sacarle la inyección
del brazo para evitar que se coagulara la sangre dentro de la jeringa. De lo contrario, le iba a
doler como caballo. Además, no tenía otra de recambio. Limpié el pinchazo de su brazo con un
algodón con alcohol. Lo encontré raro. Levanté su brazo y éste se volvía a caer, totalmente
lacio. Sacudí a Detlev para despertarlo, se resbaló del sofá. Su rostro estaba completamente
grisáceo, sus labios, azules. Abrí su camisa para escuchar los latidos de su corazón. Nada.
Me lancé hacia la casa de la vecina, una jubilada, y le pedí permiso para ocupar su teléfono.
Era urgente. Llamé a la Policía de Auxilio. “Mi amigo ya no respira. Se trata de una sobredosis”.
Les di la dirección. A raíz de aquello, Polo se puso a gritar:”Detente, está volviendo en sí”. Le
dije al policía: “No, gracias. Fue inútil importunarlos. Falsa alarma” y descolgué.
Detlev estaba tendido de espaldas. Había reabierto los ojos. Polo me preguntó si había
hablado de drogas a los policías, y si les había dado la dirección. “No, no directamente. Me
comunicaron a través de terceros”.
Polo me trato de yegua histérica. Le pegó una bofetada a Detlev y le ordenó ponerse de
inmediato de pié. Le dije que dejara tranquilo a Detlev. Me gritó: “Cierra tu hocico, estúpida.
Anda a buscarme agua”. Al regresar de la cocina, encontré a Detlev de pié, y a Polo dispuesto
a sermonearlo. Me puse muy feliz de verlo de pié y corrí para abrazarlo y besarlo. Me rechazó.
Polo le tiró el agua en la cara y dijo:”Ven muchacho, tenemos que largarnos”.
Detlev aún tenía el rostro gris y apenas se sostenía en sus piernas. Le supliqué que se
volviera a acostar. Polo se puso a gritar:” Cállate bocona”. Y Detlev dijo:” No tengo tiempo”. Se
fueron. Polo sostenía a Detlev.
Nunca más supe donde me hallaba. Todo mi cuerpo temblaba. Durante un momento había
llegado a creer de veras que Detlev estaba muerto. Me tiré sobre la cama e intenté
concentrarme en mi novela de terror. Sonó el timbre. Miré por el ojo de la cerradura. Eran los
policías.
Perdí totalmente los estribos. En vez de escaparme por la ventana, abrí la puerta. Les largué
una vaga explicación: el departamento era de un homosexual que se hallaba de viaje y me lo
había prestado en su ausencia. Esa mañana, dos jóvenes habían irrumpido en el cuarto, se
inyectaron en el brazo y uno de ellos se había desplomado, entonces había llamado a la
policía.


Los policías me pidieron los nombres de los tipos, si podía describirlos, etc. Les conté
cualquier cosa. Luego anotaron mi identidad. El resultado no se hizo esperar:”Bien, tú vendrás
con nosotros. Nos han dado tus señas a raíz de tu desaparición”.
Fueron bastante amables conmigo. Me dieron tiempo para meter dos libros en mi cartera
de plástico y para escribirle una carta a Detlev:”Querido Detlev: por si llegas a dudarlo, me hice
arrestar. Otras novedades en la primera ocasión. Te beso tiernamente. Tu Christianne”. Pegué
la nota con un pedazo de scotch en la puerta del departamento.
Me llevaron primero a Comisaría de la calle Friedrichstrasse. Después a la prisión donde
me metieron en una celda que parecía ser de un western norteamericano: un muro con
barrotes y cuando se abrió la puerta y se cerró después, hacía el mismo ruido que la del Sheriff
de Dodge City. Me apegué contra la reja y luego me aferré a los barrotes.
Era bastante deprimente. Entonces me acosté en el aparejo del costado y como estaba
drogada, me dormí. Me trajeron una vasija y me pidieron que hiciera pis dentro de ella: era pata
el análisis de la orina. También me pasaron un balde para que lo colocara debajo de la cama.
El cuento era que no se viera desde fuera. Sin embargo, no les importó que cualquiera me
viera haciendo pis. No me dieron nada de comer, ni de beber en todo el día.
Al final, después del mediodía, vi. llegar a mi madre. Pasó delante de mi celda y echó una
ojeada indiferente hacia donde yo me encontraba. Sin duda alguna, primero debía resolver con
los policías. Después abrieron la puerta, mi madre me dijo:”Buenas tardes” y me tomó del
brazo. Muy firmemente. Un coche nos esperaba afuera. Klaus, el amigo de mi madre estaba al
volante. Mi madre me sepultó, literalmente, en el asiento de atrás, se sentó a mi lado. Nadie
dijo una palabra. Klaus tenía el aspecto de estar desorientado. Regresamos a Berlín.
Me dije a mí misma: “Eso es, están completamente chalados. Ni siquiera son capaces de
ubicar el camino para llegar a la Kreutzberg.”


Nos detuvimos para poner gasolina. Le dije a mi madre que tenía hambre, que quería un
Bounty. Me compró tres. Al empezar el segundo, me sentí mal. Klaus se vio obligado a
estacionar fuera del camino: tenía que salir del auto para vomitar. Estábamos en la carretera
vehicular. ¿Hacia dónde me llevaban? ¿A un establecimiento Correccional? Quizás. Me
escaparía. Después vi. un letrero: Aeropuerto Tegel. Eso fue lo más fuerte: me querían
expulsar de Berlín.
Nos bajamos del auto, sin perder un segundo, mi madre me cogió muy firme sin soltarme.
Entonces dije mi segunda frase de la tarde:” ¿Tendrías la amabilidad de soltarme?”. Hablé muy
lentamente haciendo resaltar cada vocablo. Ella me soltó pero permanecimos cogidas de la
mano. Klaus se detuvo, también estaba sobre ascuas. Yo estaba en una actitud más bien
amorfa. Que hicieran lo que quisieran, de todos modos, no sacarían nada conmigo. Cuando mi
madre me condujo por la fuerza hacia la puerta que indicaba la salida a Hamburgo, eché una mirada a mí alrededor para ver si había algún modo de escapar. Pero estaba demasiado
agotada para intentarlo.
¡Hamburgo! ¡Qué vulgaridad! Tenía una abuela, una tía, un tío y un primo que vivían en un
pueblo a cincuenta kilómetros de Hamburgo. No podían ser más aburguesados. La casa
estaba impecablemente tenida, al punto que daban ganas de vomitar. No había un residuo de
polvo. Un día que caminé con los pies desnudos durante horas, no tuve necesidad de lavarme
los pies al acostarme. ¡Cómo estarían de limpios!
En el avión aparenté estar absorbida en mi novela de terror. Mi madre permanecía muda
como si le hubieran puesto un candado en la boca. Tampoco me dijo nada acerca de adónde
nos dirigíamos.

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