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Para leer y fumar capitulo x capitulo |
Esto es super pero super entretenido. Mi mamá se la pasa todo el día embalando y llenando cajas y maletas. Parece que vamos a empezar una vida nueva. Recién cumplí seis años y después del traslado me va a tocar entrar a la escuela. Ahora que veo a mi mamá embalando todo lo que pilla me doy cuenta de que está súper nerviosa y por eso me voy a ir a pasar el día a la granja Volkel. Me dedico a esperar que las vacas regresen de su pastoreo y después me voy al establo para la ordeña. Les doy de comer a los chanchos y a los pollos, me revuelco en la paja con mis amigos y salgo a pasear con mis gatitos en los brazos. ¡Este ha sido un verano maravilloso! Es también, el primero en el que soy consciente de mis actos.
Sé que muy pronto nos iremos a vivir muy lejos de aquí a una ciudad muy grande que se llama Berlín.Mamá partió antes para encontrar un departamento apropiado para nosotros cuatro. Mi hermanita menor, mi papá y yo vamos a viajar dentro de un par de semanas. ¡En avión! Para nosotras, mi hermana y yo, se trata de un bautizo aéreo. Todo este cuento me está resultando fascinante.
Nuestros papás nos han contado muchísimos cuentos fantásticos de nuestra nueva vida. Nos iremos a vivir a un enorme departamento con seis cuartos grandotes. Ellos van a ganar cualquier plata. Mi mamá nos ha dicho que cada una de nosotras va a tener un cuarto grandote y que vamos a comprar unos muebles sensacionales. Nos han descrito en forma muy precisa la decoración de nuestros cuartos. Todavía me acuerdo de todas esas promesas porque durante mis primeros años de vida siempre soñé con todo eso. Y a medida que pasaban los años, mi imaginación embellecía más y más esos sueños.
Tampoco puedo olvidar como era el departamento cuando llegamos a vivir en Berlín. Me inspiró un verdadero sentimiento de horror, sin duda alguna, Era tan grande y tan vacío que tenía temor de perderme dentro de éste. Cuando uno hablaba un poco más fuerte, los muros resonaban de modo alarmante.Sólo tres de las piezas estaban ligeramente amobladas: dos camas y un armario viejo de la cocina en el que mi madre guardó nuestros juguetes. En la otra pieza estaba la cama de mis padres. La tercera, la más amplia, tenía instalado un diván viejo y algunas sillas. Ese era, en síntesis, nuestro departamento de Berlin-Kreutzberg, esquina con Paul- Lincke.
Al cabo de unos días de nuestra llegada agarré mi bicicleta y me aventuré sola por las calles. Había visto jugar a unos niños un poco mayores que yo. En nuestra casa del campo, los niños mayores jugaban con los más pequeños y los cuidaban también. Los niños berlineses exclamaron de inmediato:'' ¿Qué está haciendo ella aquí?''. Luego se apoderaron de mi bicicleta. Cuando la recuperé, me habían desinflado un neumático y abollaron el guardabarros.
Mi padre me dio una paliza por haber destrozado mi bicicleta. Ya no me servía más que para pasearme entre los seis cuartos del departamento. Tres de éstos estaban previstos para ser utilizadas como oficinas. Mis padres querían instalar una agencia matrimonial. Pero los escritorios y los sillones anunciados para habilitar esas habitaciones no llegaron nunca. Y el armario viejo de la cocina permaneció en el cuarto de los niños.
Un día, el diván, las camas y el armario fueron trasladados por un camión a un lugar ubicado en el Conjunto habitacional llamado Gropius. Nos instalamos en un departamento de dos piezas y media, pequeñitas, en un onceavo piso. La media pieza era el cuarto de los niños.todas las cosas hermosas de las que nos había hablado nuestra madre, al final, nunca las conocimos.
El Conjunto Gropius albergaba a 45.000 personas, entre edificios para viviendas, el césped y los centros comerciales. Desde lejos, todo esto daba la impresión de algo nuevo y bien cuidado pero cuando uno se encontraba en el interior, es decir, dentro de las torres habitacionales, todo apestaba a orina y excrementos. Esto se debía a todos los perros y a todos los niños que vivían allí. Y en la caja de la escala, el olor era mucho más penetrante.
Mis padres estaban furiosos y culpaban a los hijos de los obreros porque decían que eran ellos los que ensuciaban las escalas. Pero la culpa no era de los hijos de los obreros. Recuerdo muy bien aquella primera vez que sentí la necesidad urgente de correr al baño mientras jugaba afuera. Mientras el ascensor bajaba y luego tardó en subir hasta el onceavo piso, yo no me pude aguantar...Mi padre me golpeó por lo que hice. Después de tres o cuatro experiencias similares y haciendo abstracción de las palizas recibidas, yo hacía como los demás: buscaba un rincón discreto, me ponía en cuclillas y cagaba en el lugar más seguro que descubrí y éste termino siendo la caja de la escala.
Los niños del sector me consideraban una pequeña retrasada mental porque no tenía juguetes como los suyos ni pistola de agua. Me vestía diferente de ellos, hablaba diferente y desconocía sus juegos. ¡Los detesté!
En el pueblo nosotros pescábamos nuestras bicicletas y partíamos con frecuencia al bosque. Llegábamos a un arroyo que era atravesado por un puente. Allí construimos unos diques y castillos en medio del agua. Después juntábamos todo lo que habíamos construido y lo repartíamos por partes iguales. Y esto lo hacíamos con el beneplácito de todos, incluso la decisión de destruir nuestras obras cuando nos retirábamos del lugar. Y todos nos quedábamos felices. Nadie dictaba normas. Cada uno de nosotros podía proponer un juego. Luego, lo discutíamos. En ocasiones, los mayores cedían ante los más pequeños y nadie los censuraba por ello. Se trataba de una verdadera democracia infantil.
En Gropius teníamos un jefe. El era el más poderoso y poseía la mejor pistola de agua. A menudo jugábamos a las brigadas policiales. La regla principal era que todos los niños tenían que obedecerlo ciegamente.
La mayor parte del tiempo no jugábamos juntos en realidad: más bien peleamos por bandos, los unos en contra de los otros. Por ejemplo, quitarle el juguete nuevo a un niño para luego destrozarlo. Se trataba de fastidiar al otro y obtener alguna ventaja para si mismo. Había que conquistar el poder y hacer alarde de ello. Los más frágiles eran los grandes receptores de golpes. Mi hermanita era muy delgadita y también algo temerosa. Ella fue víctima de sus flaquezas y yo no podía hacer nada por remediarlo.
Al terminar las vacaciones estaba con muchas ganas de entrar al colegio. Mis padres me dijeron que tenía que portarme muy bien y sobretodo, ser muy obediente, en particular, con la profesora. Para mí, eso era algo muy natural. En el pueblo, los niños respetaban a los adultos. Y yo pensaba que en la escuela, la mayoría de los niños tenía como obligación respetar al profesor...pero aquí sucedía todo lo contrario. Al cabo de los primeros días, los alumnos se paseaban y reñían en la misma sala de clases. La profesora se sentía absolutamente impotente. No dejaba de gritar:'' ¡Siéntense!'' sin más resultado que provocar las risotadas de algunos y la provocación de mayor alboroto por parte de otros.
Desde muy pequeña yo adoraba a los animales. Todo el mundo en mi familia se moría por ellos también. Era una verdadera pasión. Y yo era la más fanática de todas. No he conocido otra familia en mi vida que quisiera tanto a los animales como la nuestra. Y compadecía a esos pobres niños a los que sus padres no les permitían tener mascotas en la casa.
Nuestros dos cuartos empezaron, poco a poco, a convertirse en un verdadero zoológico. Yo tenía cuatro ratitas, dos gatos, dos conejos, un canario, además de Ayax, nuestro perro que había viajado con nosotros desde el campo.
Ayax se acostaba a un costado de mi cama. Cuando yo dormía, solía tirar los cobertores hacia atrás para tocarlo y cerciorarme de su presencia.
También conocí otros niños que tenían perros en sus casas. Con ellos lo pasábamos divino. Descubrí luego que en Rudow, no muy lejos de mi vecindad, subsistía un pequeño espacio donde había naturaleza real y viva. De tanto en tanto, íbamos allí con nuestros perros. Usábamos como territorios de juegos unos viejos vertederos colmados de tierra. Nuestros perros jugaban mucho con nosotros en ese lugar. Y el juego predilecto era el del ''Sabueso'' en el que el animal tenía que reconocer a su dueño a través de su olfato. Entonces uno de nosotros se escondía y en el ínter tanto, los otros retenían al perro. Mi Ayax era el mejor de todos. A mis otros bichos los llevaba a zambullirse a una pila de arena y otras veces los llevaba a la escuela. La profesora los usaba como material de muestra en las clases de biología. A veces me dejaba llevar a Ayax a la sala de clases. El no molestaba jamás. Se quedaba sentado a mis pies, inmóvil, hasta que sonaba justo el timbre que anunciaba el recreo.
Gracias a mis animales yo me sentía contenta porque las cosas en mi casa andaban de mal en peor. En particular con mi padre. Mi madre trabajaba. El se quedaba en la casa. El proyecto de la Agencia Matrimonial se fue a pique. Mi padre esperaba que le propusieran un trabajo que le agradase.Y sus explosiones de rabia comenzaron a ser cada vez más frecuentes.
En las tardes, cuando mamá regresaba, me ayudaba a hacer mis deberes escolares. Durante un tiempo tuve problemas para distinguir la letra H de la K. Mi madre me explicaba con paciencia angelical pero yo apenas la escuchaba. Tenía pánico que se enojara papá. Luego ocurrió lo siguiente: el se iba a la cocina en busca de un escobillón y me golpeaba. Después yo le tenía que decir cuál era la diferencia entre la H y la K. Por supuesto, me enredaba entera con lo que me aseguraba una paliza extra y después me mandaba a mi cuarto.
Esa era su forma de ayudarme a hacer mis deberes.El quería que yo fuese una buena alumna y que fuese ''alguien'' en el futuro. Al final de cuentas, su abuelo había sido muy rico: tuvo una imprenta y un diario, entre otras cosas. Después de la guerra, fue expropiado por la RDA (República Alemana del Este). Era por eso que mi padre se ponía furioso cuando pensaba que me iba mal en la escuela.
Aún recuerdo ciertas veladas hasta en los más mínimos detalles. En cierta ocasión me pidieron que diseñara casas en el cuaderno de matemáticas: seis cuadrados de largo y cuatro de alto. De repente, mi padre se sentó a mi lado. Me pidió le dijera desde dónde y hasta dónde quedaría ubicada la siguiente casa. Me asusté tanto que no conté más los cuadrados y me puse a contestar al azahar. Cada vez que me equivocaba recibía un golpe. Y después, sopeada en lágrimas, era incapaz de contestar a ninguna otra pregunta. Entonces se levantó y se dirigió a la cocina. De allí sacó una huincha de goma. Se la añadió a una vara de bambú y me golpeó en el trasero hasta que mis nalgas sangraban en carne viva, Comencé a temblar por lo que pudiese ocurrir encima de la mesa... Si hacía cualquier movimiento resultaría trágico y si intentaba proseguir con mis deberes, de nuevo me golpearía. Apenas me atrevía a tocar mi vaso de leche.Comencé a tener pavor de que se encontrara de malas antes o después de la cena. Todas las noches le preguntaba muy gentilmente si iba salir. Lo hacía a menudo y nosotras tres respirábamos profundo. Aquellas noches eran maravillosamente apacibles. Cuando regresaba, la atmósfera se enrarecía. La mayor parte del tiempo estaba borracho y ante el menor pretexto-por ejemplo- si los juguetes o nuestras ropas estaban tiradas, había una explosión. Una de las fórmulas favoritas de mi padre era que lo más importante en la vida era el orden. Y si llegaba a medianoche y descubría que mis cosas estaban desordenadas, me sacaba de la cama y me daba una paliza. Después le tocaba el turno a mi hermanita. Después, tiraba todas nuestras cosas al piso y nos daba cinco minutos para que dejáramos el cuarto impecable. Por lo general, no alcanzábamos a ordenar todo esto en ese lapso de tiempo y los golpes nos llovían.
La mayoría de las veces mi madre observaba estas escenas de pie desde el umbral de la puerta, llorando. Era muy raro que ella se atreviera a actuar en defensa nuestra porque después el la golpeaba también a ella. Sólo mi perro, Ayax, se interponía en nuestra defensa: se ponía a gemir de una manera que a mí me reventaba de pena. Era lo único que hacía entrar en razón a mi padre, porque como todos nosotros, adoraba a los perros. Muchas veces llegó a enojarse y a ser muy brusco con Ayax pero jamás lo golpeó.
A pesar de todo, yo quería y respetaba a mi padre. Lo consideraba lejos, muy superior a los demás. Le tenía miedo pero su conducta para mí era totalmente normal. Los otros niños de Gropius no corrían mejor suerte. De vez en cuando lucían moretones y sus madres también. A veces encontraban a algunos padres tirados en las calles, absolutamente embriagados, También se veían esas escenas en los sitios que teníamos para jugar. Mi padre nunca se emborrachaba hasta ese punto. A veces, también veíamos volar muebles- .los que se estrellaban contra el piso- y a las madres de familia correr por los pasillos gritando para que los vecinos llamaran a la policía. Lo cierto es que en nuestra casa no pasaban cosas tan graves como esas.
Mi padre adoraba su auto, un Porsche, más que a nada en el mundo. Lo limpiaba hasta dejarlo brillante cada día. Seguro que ese era el único Porsche en Gropius. Y yo creo que era el único cesante que circulaba en Porsche por Berlín.
Mi padre le reprochaba constantemente a mi madre que no supiera administrar nuestro dinero. De todos modos, era ella la que nos mantenía. En ocasiones, mamá reclamaba porque papá se gastaba la plata en juergas, mujeres y que el combustible del coche se comía la mayor parte de nuestras entradas. Entonces se agarraban a golpes.
Por cierto, en esa época yo no entendía qué era lo que le sucedía a mi padre ni cuál era el motivo de sus reiteradas crisis. Más tarde, cuando comenzaron a hablar más a menudo con mamá, intuí cuál era la explicación. El no se encontraba a sus anchas: era así de simple. Lo devoraba la ambición y fracasaba en todo. Su padre lo menospreciaba por eso. El abuelo se lo había advertido a mamá antes del matrimonio. Decía que su hijo era un pillo. La verdad es que su propia familia había albergado grandes esperanzas en su persona: pensaban que mi padre debía recobrar el pasado esplendor que ellos poseían antes de la expropiación.
Si el no hubiese conocido a mamá haría sido en la actualidad un administrador de empresas- estuvo a punto de serlo- y también un criador de perros. Pero como mamá se quedó encinta abandonó sus estudios y se casó con ella. Por lo tanto, el debía tener metido en la cabeza que mi mamá y yo éramos las responsables de su fracaso. De todos sus sueños sólo le quedaban el Porsche y sus amigos fanfarrones. El no sólo detestaba a su familia sino que pura y simplemente, nos rechazaba. Esto llegaba al punto de que ninguno de sus amigos podía saber que el era casado y padre de familia. Cuando nos encontrábamos con el en algún lugar, o lo venían a buscar a casa teníamos que decirle ''tío Richard''. Yo tenía que aprender con mucho esfuerzo mis deberes (también con golpes) para poderlas repetir a la perfección en presencia de extraños. Y papá pasaba a convertirse en ''mi tío''.
Algo similar ocurría con mi madre. Ella tenía prohibición de decir que era su esposa en presencia de sus amigos y sobretodo, de comportarse como tal. Creo que el la hacía pasar por una hermana.
Los amigos de mi padre eran menores que él. Tenían todo el futuro por delante. Mi padre quería ser como ellos y no un hombre que tenía que cargar con su familia y es incapaz de satisfacer sus necesidades.
Naturalmente- en este período- entre los seis y ocho años de edad todo esto me resbalaba completamente. El comportamiento de mi padre sólo confirmaba simplemente a mis ojos las reglas de la vida que aprendí en la escuela y en la calle: golpear o ser vencida. Mi madre, que ya había recibido su dosis de golpes en la vida, había llegado a la misma conclusión. No cesaba de repetirme:'' No comiences una pelea pero si te pegan, pega de vuelta''. Y hazlo con mucha, mucha energía.'' Ella nunca pudo devolver los golpes que recibió.
Poco a poco fui aprendiendo la lección. En la escuela comencé a atacar al profesor más débil. Actuaba sistemáticamente de payaso en sus clases y hacía reír a los demás. Cuando intentaba interrumpir en clases a los profesores más temibles, contaba con el apoyo de mis compañeros para hacerlo. Aquellos primeros éxitos me envalentonaron Comencé a fortalecer mi musculatura. En realidad, yo era más bien frágil pero la rabia duplicaba mis fuerzas. No dudaba en desafiar a alguien más fuerte que yo. Casi me alegraba cuando me desafiaban otros y tenía que encontrarlos a la salida de la escuela pero la mayor parte del tiempo no tenía necesidad de pelear porque la mayoría de los niños me respetaban.
Luego cumplí los ocho años. Mi deseo más ferviente era el de crecer pronto, de convertirme en una adulta, adulta como mi padre. Para poder ejercer poder realmente sobre los demás. En el inter tanto, me medía con los que podía.
Mi padre encontró un empleo que no le aportaba mayores satisfacciones pero se entretenía con su Porche y sus andanzas de hombre joven. A la salida de la escuela, me empecé a encontrar sola con la única compañía de mi hermanita menor (ella tenía un año y medio menos que yo). Me hice amiga de una niña dos años mayor que yo y eso me enorgullecía mucho. Junto a ella me sentía bastante más protegida. Jugábamos casi todos los días y decidimos incluir a mi hermanita. Me tocó aprender un juego nuevo. Recogíamos colillas de cigarrillos en el trayecto de nuestra escuela a nuestra casa para luego juntarlas y fabricarnos unos pitillos. Luego los fumábamos. Cuando mi hermana quería imitarnos los apagábamos en el dorso de su mano. Nosotras éramos las que dábamos las órdenes: debía lavar la vajilla, pasar el trapo al polvo en poco tiempo para luego hacernos cargo de todas las otras labores del aseo que nuestros padres nos encargaban. Después pescábamos nuestras muñecas, encerrábamos a nuestro ''juguete'' dentro del departamento y salíamos a dar un paseo. No liberábamos a mi hermana hasta que hubiese terminado de asear toda la casa.
En esa época, -yo tenía entre ocho y nueve años de edad-, se instaló un poni club en Rudow. Al principio estábamos furiosas al ver que el único lugar que teníamos para ir a jugar con nuestros perros estaba tapiado con barrotes. Sin embargo me simpatizaban los empleados y los ayudé con algunos servicios. Los ayudaba a cepillar los caballos y limpiar las caballerizas. En retribución tenía derecho a cabalgar unos minutos durante la semana. Era algo fantástico.
Adoro a los caballos y sentía una inmensa ternura por el burrito que pertenecía también al club. Pero había otra cosa que me fascinaba: cabalgar. Cabalgar para mí era una demostración de fuerza y de poder. Mi caballo era más fuerte que yo pero se sometía a mi voluntad. Cuando me caía, volvía a montarme de inmediato. Hasta en eso me obedecía. Un día me despidieron. De allí en adelante si quería cabalgar tendría que pagar por ello. Como mi mesada no me alcanzaba, decidí hacer algunas trampitas: logré que me reembolsaran (a escondidas por cierto) los cupones de la cooperativa y los envases de las botellas de cerveza.
Cuando me aproximaba a mi décimo cumpleaños comencé también a robar. Merodeaba en los supermercados y sustraía aquellas cosas de la que estábamos privados en casa. Confites, en particular. Casi todos los niños tenían derecho a comer confites. Nosotros, no. Mi padre decía que eran dañinos para nuestra dentadura.
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