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Christiane F |
No desperté hasta una hora después. Con la aguja aún enterrada en mi brazo. Me dolía la cabeza de una manera atroz. Me resultaba imposible levantarme. Así como estaba, sólo deseaba morir. Me puse a llorar tirada a lo largo del suelo. Tenía miedo. No quería morir de esa forma, totalmente sola. Me arrastré a cuatro pies hasta el teléfono. Me tomó al menos, diez minutos discar para la oficina de mi madre. No le pude decir otra cosa que:'' Ven, mamá. Te lo ruego. Voy a morir''.
Mi madre llegó. Logré levantarme. Todavía estaba con la sensación de que mi cabeza iba a estallar, pero apreté los dientes.Le dije a mi madre: ''Todavía tengo problemas de circulación''
Ella comprendió perfectamente que me había inyectado.Su rostro denotaba un a desesperación terrible. No dijo nada, me miraba. No soportaba más ver esos ojos tristes, desesperados. Eso me reventaba la cabeza.
Al cabo de un rato me preguntó si deseaba alguna cosa. ''Si, fresas''. Ella salió y me trajo una cesta repleta.
Creí que verdaderamente había llegado mi fin. Pero no había sido una sobredosis, sólo el vinagre. Mi cuerpo había perdido toda capacidad de resistencia, ya no podía más. De esa forma les había ocurrido a aquellos que habían muerto. Muchas veces, después del pinchazo, perdían el conocimiento. Y un día no despertaron más. Yo no entendía porqué tenía tanto miedo de morir. De morir sola. Los toxicómanos mueren solos. Lo más frecuente eran diarreas pestilentes. Tenía verdaderas ganas de morir. En el fondo no esperaba nada de los otros. No sabía porqué estaba en este mundo. Tampoco lo sabría muy bien después. Pero un adicto, ¿para qué vivía? Para destruirse y para destruir a los demás. Esa tarde me dije que era mejor morir, al menos morir por amor a mi madre. De todas maneras, ya no era consciente si existía…
A la mañana del día siguiente, las cosas anduvieron mejor. Después de todo, quizás todavía podía detener el golpe a tiempo. Tenía que ir a ver a los policías o de lo contrario, vendrían ellos por mí. Pero no tenía fuerzas para ir sola. Telefoneé a todos lados para dar con Stella. Tuve la suerte de encontrarla en casa de uno de nuestros clientes comunes. Aceptó acompañarme. Su madre había ido más de una vez a la policía para informar su desaparición. Pero Stella no le temía a nada, se sentaba encima del mundo.
Sentadas sobre un banco de madera, en un largo corredor, esperamos prudentemente a que me llamaran a la oficina 314. Hice mi entrada como niñita modelo- un poco más y me sale una reverencia. Una señora Schipke me tendió la mano, fuerte, amablemente, mientras me contaba que tenía una hija un poco mayor que yo- tenía quince años- pero que no se drogaba. Bueno, la mujer policía se mandó su numerito maternal. Se informó acerca de mi salud, me ofreció una taza de chocolate, pasteles y frutas.
La señora Schipke prosiguió la conversación con sus aires maternales y me habló de otros toxicómanos y me trataba de sonsacar información. Me mostró fotografías de toxicómanos y revendedores y no le dije nada más que:'' Si, los conozco de vista''. Ella señaló que algunas personas del mundo de la droga habían hablado muy mal acerca de mí. De repente, me pillé hablando. Me di cuenta que tenía que hacer esa porquería, pero hablé. Mucho. Después de eso, firmé una declaración- llena de cuentos que en cierta forma, ella me ayudó a decir…
Después otro policía vino a interrogarme acerca de la ''Sound''. En esa ocasión desembuché de frentón. Hablé de todas las personas que conocía y que habían sido arrastradas al mundo de la droga y también acerca de las brutalidades de la Gerencia... A petición mía, hicieron entrar a Stella. Ella confirmó todo lo que yo había contado y declaró estar dispuesta a testimoniar bajo juramento delante de cualquier tribunal.
La señora Schipke, que no había cesado de husmear en sus papeles, identificó rápidamente a Stella y le dio un sermón. Stella la mandó a la cresta con tal insolencia que yo me dije:'' Va a lograr hacer que me encierren'' Pero la jornada de la señora Schipke había finalizado. Citó a Stella para el día siguiente. Por supuesto, Stella no iría. Al despedirse, la Señora Schipke me dijo:'' Y bien pequeña, estoy segura que nos volveremos a ver muy pronto''. Tuvo la desfachatez de decírmelo con el mismo tono dulzón que había utilizado anteriormente. Me anunció después, de golpe, que yo figuraba entre los casos desesperados.
Me había dejado manipular por aquella policía, por su chocolate, sus pasteles y sus sonrisas. Tenía ganas de llorar de rabia. Me hice dos clientes, compré droga y regresé a casa. Mi gato estaba tirado en la cocina, incapaz de pararse en sus patas. Hacía varios días que estaba enfermo. Tenía un aspecto tan miserable y lanzó unos maullidos tan quejumbrosos, que pensé que también mi gato se iba a morir.
Me preocupaba más por mi gato que de mi persona.El veterinario me dio un extracto con sangre de vacuno pero el pobre bicho no quiso comer más: el platillo con su alimento permaneció intacto.
Decidí inyectarme de inmediato. Preparé mis instrumentos y entonces se me ocurrió una idea. Puse un poco de sangre de vacuno en la jeringa y la vacié directamente en el hocico del gato. Se quedó un buen rato sin reaccionar. Después me tocó un buen rato limpiar la jeringa.
Me inyecté pensando que el resultado no fue muy positivo. Tenía ganas de morir, pero sentía pavor antes de cada pinchazo. Quizás estaba impresionada por lo de mi gato. Es terrible morir cuando aún no se ha empezado a vivir. Por mi parte, no veía salida de ningún lado. Mi madre y yo no intercambiábamos más de una palabra sensata después del día en que se enteró que yo había reincididito. Yo vociferaba y ella me miraba con cara de desesperada. La policía me vigilaba. La declaración firmada por mí que describía ampliamente mis delitos podía hacerme comparecer ante el Tribunal de Menores: me podían condenar en cualquier momento.
Y después pensé que no sería tan malo que me condenaran. Mi madre estaría contenta de que por fin me largara. Se había dado cuenta que ya no podía hacer nada por mí. Se mataba llamando a todas partes, al Servicio Social por un lado, al Centro Anti-Drogas por el otro y cada vez parecía estar más desesperada porque se daba cuenta que nadie podía ayudarnos, ni a ella ni a mí. Todo lo que pudo hacer para mantenerme amenazada fue decirme que me enviaría a vivir con su familia, lejos de Berlín.
En fin, un buen día de Mayo 1977, mi pobre cerebro terminó por concluir que no me quedaban más que dos soluciones: la sobredosis (a breve plazo) o una seria desintoxicación. Tenía que decidirlo por mí misma. Ya no podía contar con Detlev y sobretodo, no quería hacerlo responsable de mi decisión.
Me dirigí a Gropius. Fui al Hogar Social, aquel centro de jóvenes dirigidos por un pastor, allí comencé mi carrera de toxicómana. El Hogar estaba cerrado. Al sentirse completamente sobrepasados por el problema de la heroína tuvieron que reemplazar ese lugar por un Centro Anti-Drogas. Un Centro Anti- Drogas sólo para aquellos que vivían en Gropius... La heroína había causado tal cantidad de estragos que la cantidad de víctimas de la droga que se habían iniciado en el sótano del Hogar Social había sido particularmente alta. Ellos me hicieron saber que lo único que me podía ayudar sería una buena terapia. Yo ya sabía eso hacía mucho tiempo. Me dieron las direcciones de Info-droga y de Synanon porque eran los que habían logrado los mayores aciertos.
No quedé muy convencida. Por lo que me habían contado esas terapias eran increíblemente estrictas: Los primeros meses eran peores que la cárcel. En Synanon acostumbraban rasurarle la cabeza a los recién llegados. Era como el símbolo del inicio de una vida nueva. Pasearme con el cráneo, al estilo de Kojak, era algo que no podría resistir. Lo que más cuidaba de mí misma eran, precisamente, mis cabellos. Detrás de ellos disimulaba mi rostro. Si me lo cortaban, era como autosuprimirme desde el comienzo.
La Consejera estimó que tenía pocas oportunidades de entrar a Info-Drogas o a Synanon porque no tenían vacantes. Las condiciones para entrar eran draconianas: había que estar en buen estado físico y uno debía demostrar, a través de una eficiente autodisciplina, que tenía fuerzas para desengancharse. La Consejera dijo también que a mi edad- apenas quince años, todavía una niña- tenía mucho en mi contra para responder a las solicitudes de las instituciones. De hecho, todavía no tenían terapia para niños.
Le propuse ir a Narconon. Era el centro terapéutico de la Iglesia Cientológica, una secta. Yo había conocido a algunos drogadictos que habían estado allí y me habían dicho que no era malo. Si se pagaba por adelantado, no ponían condiciones en la admisión. Había derecho de libertad en el vestuario, llevar sus propios discos, e incluso aceptaban animales.
La Consejera me dijo que lo pensara bien, que me preguntara a mí misma porqué porque tantos adictos contaban que en Narconon la terapia era increíblemente relajada, y porqué continuaban inyectándose felices de la vida. Ella, al menos, no conocía ningún resultado positivo que hubiera emergido de Narconon.
Cuando regresé a mi casa, volvía inyectarle sangre de vacuno al gato con mi jeringa. Cuando mi madre regresó de la oficina, le anuncié: ''Voy a desintoxicarme definitivamente''. En Narconon. Tomará algunos meses, quizás un año. Después quedaré limpia para siempre''-
Mi madre parecía no creer una palabra de lo que contaba. Tampoco se colgó al teléfono para averiguar información acerca de Narconon.
Me puse de cabeza a intentar lo mejor de mí para todo este cuento de la terapia. Tuve la impresión de que iba a renacer. Esa tarde no me hice ningún cliente y tampoco tomé nada. Tenía que abstenerme antes de entrar a Narconon. No quería empezar por la Cámara del Pavo Frío. Tenía que llegar ''limpia'' para conseguir mi primera ventaja sobre los demás postulantes. Quería probarles a la brevedad que estaba muy dispuesta a desengancharme.
Me fui a acostar a una hora prudente. Mi pobre gato seguía de mal en peor. Lo instalé a mi lado, sobre mi almohada. Estaba bastante orgullosa de mi persona. Hice mi abstinencia completamente sola, por mi propia voluntad. ¿Qué otro adicto podría decir lo mismo? Cuando le anuncié mi decisión a mi madre, reaccionó con una tenue sonrisa, incrédula. No tomó ninguna licencia. Para ella, mi abstinencia era una parte casi de lo cotidiano. Y ella ya no creía en nada. Estaba totalmente sola.
Al día siguiente, por la mañana, comencé a sufrir la abstinencia. Quizás fue peor que las veces anteriores. Pero yo estaba segura que me iba a resultar. Cuando me sentía mal y estaba a punto de estallar, me decía:'' Es sólo el veneno que supura por tu cuerpo. Vas a vivir porque nunca más volverás a envenenarte.'' Cuando me adormecí no se me repitieron las pesadillas, soñaba cómo sería mi vida después de la terapia. ¡Maravillosa!
El tercer día el dolor fue más soportable y las imágenes del futuro más y más concretas: preparaba mi bachillerato, tenía un departamento propio y un automóvil descapotable que lo manejaba descubierto.
Mi departamento quedaba en un barrio donde abundaba la vegetación. Era un edificio antiguo... pero no era de esos edificios aburguesados en donde los techos eran increíblemente altos con cemento por doquier. No era una de esas casas con un hall de entrada inmenso, alfombra roja en las escaleras, con mármoles, espejos y el nombre de uno impreso en letras doradas. No quería vivir en una casa que apestara a riqueza. Porque la riqueza era, a mi juicio, sinónimo de falsedad, de agitación y de stress.
Mi departamento estaba en una de aquellas antiguas casas habitadas por obreros. Tenía dos o tres cuartos, no muy grandes, techos bajos, iluminados por pequeñas ventanas. La escalera, con escalones de madera ligeramente desgastados, los que despiden olor a limpieza. Los vecinos vendrían a desearme los ''buenos días'' y a preguntarme:'' ¿Cómo está usted?''. Todo el mundo trabajaría mucho pero estarán contentos: no sentirán envidia los unos de los otros, por el contrario, se ayudarián mutuamente y no ambicionarán tener siempre más. En resumen, no sería ni al estilo de los ricos ni como viven los obreros en Gropius. Mi hogar sería apacible.
En mi departamento, la habitación principal sería el dormitorio. Mi cama sería muy ancha y la mantendría recubierta con un tapiz oscuro. Estaría adosada al muro del lado derecho. A los costados, la acompañan dos veladores- el segundo es de Detlev- que están cubiertos por dos vasijas con sus correspondientes palmeras. El espacio restante estaría cubierto con plantas y flores. El muro de mi cabecera está tapizado con papel exclusivo que no se encuentra en el comercio: las imágenes me trasladarían a un desierto donde hay gigantescas dunas de arena y un oasis. Bajo las palmeras, beduinos vestidos de blanco toman el té. Están sentados en círculo y se ven relajados. Sus espíritus están en paz. A la izquierda de mi alcoba- justo debajo de una mansarda- está mi rincón. Lo decoré al estilo árabe o indio: rodeado de cojines que rodean la mesa de centro, la que es baja y circular. Paso mis noches allí en completa calma. Lejos de la agitación sin deseos, sin problemas.
Mi sala de estar es semejante a mi alcoba. Tiene alfombras y plantas. En el centro hay una gran mesa de madera rodeada de sillas de Viena. Cocinaré para los amigos. En los muros hay estanterías repletas de libros antiguos. Son libros sensacionales escritos por personas que han buscado la paz y aman la naturaleza y a los animales. Yo confeccioné las estanterías, así como la mayoría de los muebles porque los que vendían en las tiendas no eran de mi agrado. Me cansé de aquellos objetos que entran por la vista., de muebles que tienen como función primordial demostrar que costaron una fortuna. Y en mi departamento no hay puertas, sólo cortinas- las puertas crujen, meten ruido y provocan desasosiego.
Tengo un perro, un Rottweiler, y dos gatos. Voy a sacar el asiento posterior de mi auto para que mi perro se sienta a sus anchas. En la noche, preparo la cena. Tranquilamente, me tomo mi tiempo, no como mamá que cocina a toda prisa. De repente se escucha un ruido de llaves en la cerradura. Es Detlev quién regresa de su trabajo. El perro salta y se le arroja al cuello. Los gatos, con sus lomos redondos, se frotan contra sus piernas. Detlev me besa y se sienta a la mesa para cenar.
Desperté pero no tenía la sensación de estar despierta. Para mí, aquella era la realidad del pasado. Mi futuro después de la terapia. No podía imaginar un instante diferente. Estaba tan convencida de que al tercer día de mi abstinencia le anuncié a mi madre que mi proceso de abstinencia había terminado perfectamente y que me mudaba. Me iría a mi propio departamento.
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