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Christiane F |
Al día siguiente todo sucedió como de costumbre. Mi madre me despertó a las siete menos cuarto.. Me quedé en cama aparentando no haberla escuchado. Regresó al cabo de cinco minutos. Terminé por decirle:''Si, si, me levantaré de inmediato''. Me volvió a interrumpir. Yo contaba los minutos hasta las siete y cuarto para llegar a tiempo a clases.
Cuando finalmente escuché cerrar la puerta del departamento, eché a andar mis automáticos movimientos. Saqué el pequeño sobre de papel de aluminio de mis jeans que estaban colocados a los pies de mi cama. Justo al lado, en la bolsa plástica, estaban mis productos de belleza, un paquete de cigarrillos Roth-Handle, un pequeño frasco de ácido cítrico, la jeringa estaba obstruida como siempre, por culpa de esa mugre de tabaco que se mete por todos lados. La sumergí en el vaso de agua, puse el polvo en la cuchara, agregué unas gotas de ácido cítrico, puse todo a calentar, me coloqué el asunto en el brazo, etc. Hacía todo eso maquinalmente así como otros encendían el primer cigarrillo del día. De repente me quedé dormida y no llegué y no llegué hasta la segunda o tercera hora de clases. Siempre llegaba retrasada cuando me inyectaba en casa.
En ciertas ocasiones, mi madre logró levantarme de la cama y me hacía tomar
el metro junto con ella. En esas oportunidades me veía obligada a zumbarme la heroína en un W.C: de la estación Moritsplatz. Resultaba bastante desagradable. Eran particularmente sombríos y hediondos. Para colmo, los muros estaban llenos de hoyos y siempre habían sido tipos espiando, mirando a las chicas hacer pis. Siempre tuve miedo de que uno de ellos fuese a buscar un guardia para que vieran que solamente me iba a inyectar.
Llevaba casi todos mis utensilios a clases. Por si acaso. Si nos retenían por alguna razón, por alguna actividad extra-escolar, por ejemplo, y no alcanzaba a regresar a la casa, tenía que inyectarme sobre la marcha. En el W.C. de la escuela sólo una de las puertas se podía cerrar. Entonces mi amiga Renée me sostenía la puerta. Ella estaba al corriente. Como la mayoría de mis compañeras de clases, creo. Pero a éstas les daba lo mismo. Un toxicómano ya no causaba conmoción en Gropius.
Me la pasé dormitando en todos los cursos que había tomado. A veces dormía de frentón, con los ojos cerrados y la cabeza encima del escritorio. Cuando la dosis de la mañana resultaba ser muy fuerte, era incapaz de hablar. Los profesores debieron investigar lo que me estaba ocurriendo. No hubo ninguno que me hablara acerca de las drogas, tampoco nunca me preguntaron si tenía algún problema. Otros se conformaban con tratarme de tarada y me endosaban una sarta de ceros. De todos modos, había tal cantidad de profesores que la mayoría de ellos se daban por satisfechos cuando retenían nuestros nombres. No existía tampoco ningún contacto de tipo personal.
Dejaron de interesarse por los deberes que yo debía realizar. En definitiva, dejé de hacerlos. Sacaban el registro de calificaciones cuando teníamos que realizar algún trabajo. Después que anunciaban el título, yo escribía: ''No sé''. Y se los entregaba. Durante el resto de la clase me ponía a garabatear cualquier cosa. La mayoría de los profesores estaban tan poco interesados en los cursos como yo. Eso pensaba, que ellos estaban atorados.. Por lo demás, parecían no estar contentos cuando lograban terminar una clase sin alboroto.
Después de aquel famoso domingo en la noche cuando pasé la prueba de fuego, después de un cierto tiempo, todo parecía funcionar como antes.
Todos los días me encargaba de hacerle un discurso a Detlev para explicarle que lo que gané con la colecta no era nada, y que no podía sobrellevar sólo nuestras necesidades. Detlev reaccionaba con verdaderos ataques de celos. Pero se daba cuenta que no podía proseguir de esa manera, y un día me propuso que trabajáramos juntos.
Había adquirido cierta experiencia con los clientes y sabía que en medio de toda esa maraña de la estación Zoo había bisexuales. Y también había maricas que estaban dispuestos a hacerlo por primera vez con una mujer. Quizás todavía no habían descubiertos aún su potencial masculino. Detlev quedó en escogerme a los clientes. Tenías que ser tipos que no deseaban tener relaciones sexuales y que no me tocarían. Tipos que me pidieran que les hiciera cosas. Esos eran los que prefería Detlev, por lo demás. Pensaba que podíamos cobrar cien marcos, quizás más.
Nuestro primer cliente común fue Maxie-Max. Nosotros le pusimos ese sobrenombre. Era un cliente habitual de Detlev y yo lo conocía bastante. Lo único que deseaba era que yo estuviera con el pecho descubierto y lo golpeara. Estuve de acuerdo. Me dije a mí misma que con golpearlo me desquitaría: siempre me llené de agresividad contra de los clientes de Detlev. Por su parte, Maxie- Max estaba encantada con la idea de que iba a estar con ellos. Por el doble de la tarifa, naturalmente. Nos citamos para el lunes siguiente a las tres de la tarde, en la estación Zoo. Yo estaba retrasada para variar. Max ya estaba allí. Detlev, no. Como todos los adictos, era incapaz de llegar a la hora. Adiviné que se había encontrado con otro cliente, un tipo que pagaba bien y con el que se veía en la obligación de quedarse más tiempo del estipulado. Max y yo lo esperamos durante media hora. Ni rastros de Detlev. Yo estaba hecha un manojo de nervios. Pero Maxie-Max estaba visiblemente más asustado que yo. No cesaba de explicarme que hacía por lo menos diez años que no estaba con una mujer. Y vacilaba antes de pronunciar cada palabra. Siempre había tartamudeado pero ese día estaba inentendible.
Todo aquello me resultaba insoportable. Tenía que encontrar una salida. Además, estaba sin droga y antes de terminar con Max, ya estaría con crisis de abstención. Por otra parte, lo sentía angustiado y me empecé a envalentonar. Terminé por decirle en forma muy audaz:'' Ven, viejito. Detlev nos tendió una trampa. Me voy a ocupar sola de ti y verás cómo te gustará. Pero mantendremos el precio fijado: ciento cincuenta marcos.''
Balbuceó un ''si'' y giró sobre sus talones. Daba la impresión de que no tenía una pizca de voluntad. Lo cogí del brazo y lo conduje hacia nuestro destino.
Detlev me había contado la triste historia de Maxie-Max. Era obrero especializado, tenía alrededor de cuarenta años, y era oriundo de Hamburgo. Su madre había sido prostituta. De niño fue brutalmente golpeado. Por su madre y por sus amigos, y también en las instituciones donde lo colocaban. Lo habían golpeado tanto por dentro y por fuera que nuca pudo hablar correctamente. Para colmo, necesitaba una paliza para alcanzar la plenitud sexual.
Nos fuimos a su casa. Le reclamé de inmediato la paga aunque el era un cliente habitual y no era necesario tomar tantas precauciones: Me entregó ciento cincuenta marcos y yo estaba muy orgullosa de haber logrado sacado toda esa plata de manera tan simple.
Me saqué mi polera y el me pasó un látigo. Parecía que estábamos en el cine. Tenía la impresión de no ser yo misma. Al comienzo, no lo golpeé muy fuerte. Pero el me suplico que le hiciera daño. Entonces lo hice. El gritó:''mamá'' y no sé qué otras cosas. No escuché más y trataba de no mirar. Pero vi. las huellas sobre su cuerpo, y después cómo se hinchaban, y cómo se había reventado la piel por todas partes. Era repugnante y eso duró casi una hora.
Cuando por fin se acabó, me puse la polera y me escapé corriendo. Bajé las escaleras con gran velocidad. Pero apenas estuve afuera mi estómago no resistió más y vomité delante de la casa. Después, le puse punto final a ese asunto. No lloré más ni sentí compasión de mí. Sabía que estaba metida en la mierda y que sólo contaba conmigo misma.
Me dirigí a la estación del Zoo. Detlev estaba allí. No le conté gran cosa. Sólo que estaba cansada porque había hecho toda la pega de Maxi-Max. Le mostré los ciento cuarenta marcos. El sacó otro billete de cien marcos del bolsillo de su jeans. Nos fuimos tomados del brazo a comprar un montón de heroína de calidad extra. Habíamos tenido una jornada sensacional. De allí en adelante comencé a adquirir droga por mi cuenta
Tuve muchísimo éxito, podía elegir a mis clientes y dictar mis condiciones. Jamás en la vida con un extranjero. Para todas las chicas de la estación del metro Zoo, aquellos eran los peores: con frecuencia les gustaba hacer trampas, decían que no tenían mucho dinero- generalmente no pagaban más de veinte o treinta marcos. - además siempre querían acostarse y no llevaban preservativos, No tenía relaciones sexuales con los clientes. Aquello lo hacía solamente con Detlev. Era el último pedazo de vida privada. Yo trabajaba con la mano y por consiguiente utilizaba el estilo ''a la francesa''. Para mí no era tan terrible cuando era yo la que tenía que hacerle alguna ''gracia'' a los tipos, pero no ellos a mí. No quería, sobretodo, que me tocaran. Si lo intentaban, los insultaba a más no poder.
Siempre traté de discutir las condiciones con anticipación. Tampoco hacía tratos con tipos que me disgustaban realmente. Ese último resquicio de amor propio fue una de las actitudes que con el tiempo más me costó desterrar. Encontrar un cliente adecuado, que aceptara todas mis exigencias me tomaba con frecuencia toda la tarde. Pocas veces tuvimos la oportunidad de ser tan prósperos como el día que fui a la casa de Maxi-Max.
Maxi-Max era nuestro cliente habitual común, de Detlev y mío.Ibamos a su casa tanto juntos como separados. En el fondo, era un buen hombre que nos quería sinceramente a ambos. Evidentemente, con su salario de obrero no podía seguir pagándonos ciento cuarenta marcos. Pero se las arreglaba siempre para darnos cuarenta marcos, el valor de una dosis. En una ocasión le faltaba dinero para pagarme y rompió su alcancía en mi presencia pata juntar el resto que necesitaba. Cuando estaba urgida, hacía un alto en su casa, le pedía un adelanto de veinte marcos. Cuando los tenía, me lo daba.
Maxi-Max siempre preparaba algo especial para nosotros. Para mí, jugo de duraznos, mi bebida preferida... Para Detlev, pudding de sémola- a él le fascinaba eso. Max los preparaba el mismo y los guardaba en el refrigerador. Como sabía que a mí me gustaba comer algo después de mi trabajo, solía comprar un surtido de yogures Canon y chocolates. La flagelación pasó a convertirse en un asunto de pura rutina. Una vez resuelta aquella formalidad, comía, bebía y conversaba con nosotros.
El pobre comenzó a adelgazar cada vez más. Le costábamos casi todo su dinero y se mataba de hambre por culpa nuestra. Estaba tan acostumbrado a nosotros, estaba tan contento con nosotros, que casi ya no tartamudeaba cuando estaba junto a Detlev y a mí. Lo primero que hacía al levantarse era comprar los diarios para saber si la lista de fallecidos por sobredosis había aumentado. Un día llegué a su casa para pedirle prestados veinte marcos y lo encontré lívido y más tartamudo que nunca. Había leído que un cierto Detlev W. era la novena víctima de la heroína en lo que llevaba de corrido el año. Casi lloró de alegría cuando le dije que hacía poco rato que había dejado a mi Detlev, y que estaba vivo y coleando. Entonces me repitió por centésima vez que debíamos abandonar la heroína, que nos iba a terminar matando, que algo grave nos podría suceder a nosotros también. Le respondí muy fríamente que si la dejábamos, no regresaríamos a su casa. No dijo nada más.
Nuestras relaciones con Maxi-Max eran bastante peculiares. Nosotros odiábamos a todos los clientes, sin excepción. Por consiguiente odiábamos a Maxi-Max. Pero tampoco lo considerábamos una mala persona (sobretodo quizás porque nunca hizo ningún lío cuando necesitábamos los cuarenta marcos). También experimentábamos por él un sentimiento casi compasivo. Ese fue un caso de un cliente que, en el fondo, era más desgraciado que nosotros. Estaba absolutamente solo y contaba con nosotros, nada más. Se hacía pedazos por Detlev y por mí pero en aquel entonces no nos habíamos dado cuenta. En los meses siguientes fuimos la ruina de varios otros clientes.
En ocasiones pasábamos la noche en la casa de Max y mirábamos juntos la televisión., tranquilamente, antes de dormir. Nos dejaba su cama y dormía en el piso. Una noche en la que estamos totalmente volados, Maxi –Max puso un disco súper movido, peinó una peluca y se la puso, se colocó un abrigo de piel hermoso y se largó a bailar hecho un loco. Nosotros lo mirábamos medios muertos de la risa. De repente, se tropezó y cayó. Su cabeza se golpeó contra la máquina de coser y estuvo inconsciente durante algunos minutos. Nos alarmamos muchísimo. Llamamos a un médico. Max tenía conmoción cerebral. Debía permanecer dos semanas en cama.
Al poco tiempo, perdió su trabajo. Nunca se había drogado, sólo había probado la droga y sin embargo, allí se encontraba totalmente destruido. Destruido por los drogadictos. Por nosotros. Nos suplicó que fuéramos a verlo, sólo a visitarlo. Pero el no podía pedirle ese a un adicto, la gentileza no es el fuerte de los toxicómanos. De partida, no hacen nada en beneficio de su prójimo. Después, andábamos siempre cortos de tiempo, corríamos todo el día para sobrevivir. Detlev le explicó todo eso a Maxi-Max, quién en el ínter tanto nos juró dar un montón de plata. ''Un drogadicto'' le dijo Detlev muy seco ''es como un hombre de negocios. Debe velar para que cada día sus cuentas funcionen en forma armónica. No se pueden dar créditos bajo el pretexto de simpatía o amistad.''
Al poco tiempo que debuté como prostituta pude gozar de la alegría que provocan los reencuentros. Un día, mientras escuchaba a un cliente, vi a Babsi. Babsi, la niñita
que hacía algunos meses me abordó en la ''Sound'' para pedirme LSD. Babsi, la fugitiva, la que después de pegarse una aspirada de heroína, había tenido que regresar a la casa de sus abuelos.
Nos miramos, comprendimos de inmediato en qué onda estábamos, para luego caer una en los brazos de la otra. Era tan increíblemente bueno volver a verse. Babsi estaba súper delgada, ya no se veía si iba por delante o por detrás. Pero estaba más bonita que antes Su cabello rubio le caía sobre los hombros, impecablemente peinados, se la veía totalmente rozagante. Me di cuenta de inmediato que estaba atiborrada de heroína. Sus pupilas estaban del tamaño de una cabeza de alfiler. Pero estoy segura que cualquiera que no la conocía no habría soñado ni por un instante que aquella adorable muchacha era toxicómana.
Babsi estaba muy calmada. No estaba en lo más mínimo acelerada como nosotros, todo el día a la caza de dinero. Me explicó que no tenía necesidad de prostituirse. Me dijo además que me regalaría mercadería para inyectarme y algo para comer. Después subimos a la terraza. Era inútil intentar contarnos todo lo que nos había ocurrido durante nuestra separación. Sin embargo, Babsi no me dijo cómo había obtenido todo ese dinero de la droga. Solamente me confió que después de la fuga su familia se había tornado más severa. Tenía que regresar entre las siete y las ocho de la noche y ni hablar de arrancarse de clases. Su abuela la vigilaba permanentemente.
No me pude aguantar la curiosidad y le pregunté por el dinero y por la droga.''Tengo un cliente- dijo ella-''un tipo de cierta edad pero súper buena onda. Me voy a su casa en taxi. No me paga con dinero, solamente con heroína. Tres cuartos diarios. Lo visitan otras niñas y también les cancela directamente con droga. Pero por ahora, está enganchado conmigo. Voy a su casa por una hora. No nos acostamos, evidentemente. Eso no se transa. Me pide que me desvista, charlamos, de vez en cuando me toma unas fotos o me pide que le haga unos masajes''.
El tipo se llamaba Henri. Tenía una fábrica de papel. Había escuchado hablar de él. Un tipo fantástico que entregaba la heroína directamente, aquello evitaba que uno anduviera corriendo por todos lados. Envidié a Babsi porque llegaba a su casa a las ocho de la noche a más tardar, podía dormir los efectos de la droga y llevaba una existencia mucho más tranquila que la nuestra.
Babsi lo tenía todo. Tenía un montón de inyecciones, también. Nosotros usábamos jeringas desechables y eran difíciles de conseguir. La mía estaba tan desgastada que me veía obligada a afilarla sobre el frotador de una caja de fósforos en cada pinchazo. Babsi me prometió conseguirme tres repuestos completos.
Algunos días después me encontré con Stella en el metro Zoo. Stella era la amiga de Babsi, Grandes abrazos. Por cierto, Stella también se drogaba. Ella no tuvo tanta suerte como Babsi. Su padre había muerto en un incendio hace tres años, su madre se había instalado en un bar con un amigo italiano y se había alcoholizado. Stella siempre robaba dinero de la caja pero en una ocasión se le ocurrió robarle cincuenta marcos de la billetera al amigo de su madre y él se dio cuenta. Desde entonces, no se atrevió a regresar a su casa. Nos pusimos a conversar acerca de los clientes. Stella me relató una negra historia de Babsi, su mejor amiga. Dijo que representaba la decadencia total. Ese Henri era un tipo sucio, un viejo bonachón gordo y sudoroso. Y Babsi se acostaba con él. ''Para mí, esa sería la perdición'' dijo Stella. ''¡Acostarse con semejante tipo''! ¡Con cualquier cliente…! Incluso no importaría partir con un extranjero… una manoseada de esas… OK... pero acostarse…!!!!
En aquel momento me sentí consternada, no podía comprender porque Stella me estaba contando todo eso. Babsi me relató posteriormente que Henri había sido cliente exclusivo. Por eso ella conocía tan bien sus exigencias. Después pasaría yo por la misma experiencia.
Stella me confesó que no había nada más denigrante que prostituirse en la ''Sound''. ''Allí sólo se ven chicas totalmente trajinadas y extranjeros. Yo no permitiría verme continuamente asediada por esos sucios extranjeros.''
Stella trabajaba con los automovilistas, se prostituía al estilo de las toxicómanas de trece y catorce años que circulaban por la Kurfurstenstrasse. Yo consideraba todo aquello espantoso: subirse a un auto sin ningún modo de saber cuáles eran las exigencias del cliente. Le dije a Stella:'' A mi parecer, eso es peor que la Zoo. Hay niñas que se prostituyen por veinte marcos. Dos clientes para una dosis. Yo no podría…''
Estuvimos discutiendo durante casi una hora sobre si resultaba más denigrante prostituirse en la estación Zoo o en la Kurfurstenstrasse. Pero si estuvimos de acuerdo en un punto: Babsi era realmente lo que botó la ola si se acostaba con ese asqueroso.
Aquella discusión acerca de nuestra dignidad de putas la mantuvimos Babsi, Stella y yo a diario durante varios meses. Cada una de nosotros se esforzaba en demostrarse a si misma y a las demás que uno todavía no estaba tan decadente. Y cuando nos encontrábamos de a dos, hablábamos mal de la tercera ausente.
Indudablemente, lo ideal no era estar obligada a prostituirse. Cuando nos volvimos a encontrar con Stella nos persuadimos de que era posible: haríamos nuestro dinero a través de robos y colectas. Stella tenía experiencia al respecto.
Ella tuvo una idea genial. Nos enfilamos de inmediato a realizar la experiencia en una gran tienda, la Kadawe. Las clientas se encerraban en las cabinas privadas de los baños. Generalmente sus carteras colgaban de la empuñadura de las puertas. Cuando terminaban, tardaban en abrocharse sus corsés, y por lo general, las carteras se resbalaban cuando trataban de abrir el picaporte. Había que aprovechar el momento para apoderarse de ellas. Y más aún, si las carteras estaban colgadas en las perchas laterales, éstas oscilaban en sus puestos cuando se sentaban en el water y luego se caían. Era fácil atraparlas, en ambos casos, desde el suelo. Además, las viejas no se atrevían a salir corriendo con el traste al aire y cuando estaban vestidas, ya era demasiado tarde.
Stella y yo nos apostamos en los baños para damas de Kadewe. Pero cada vez que Stella anunciaba: ''¡Ahora!'' a mi me daban cólicos estomacales. Ella no podía trabajar sola y en consecuencia, hacían falta cuatro manos para arrasar con todas las carteras con la debida rapidez. El resultado nos hizo desistir de la operación ''Toilettes'' para damas. Además, para robar, había que tener nervios de acero y ese no era mi caso, todo lo contrario.
Después de ese lamentable episodio, Stella y yo decidimos dedicarnos a la prostitución juntas. En la estación Zoo se daban todas las condiciones. Entre dos nos trabajábamos a un cliente. Teníamos un montón de ventajas. Nos desempeñábamos en silencio. Nos vigilábamos mutuamente Cada una sabía dónde había aceptado ir la otra. Estando las dos nos sentíamos seguras, era más difícil que nos engañaran y nos podíamos defender mejor si un cliente no quería respetar las condiciones. Y por lo demás, todo funcionaba más rápido: una se ocupaba de arriba y la otra de abajo y el asunto quedaba terminado en dos tiempos y tres movimientos.
Por otra parte, encontrar clientes que aceptaban pagarles a dos chicas no era nada corriente. Había algunos que se atemorizaban: los tipos experimentados sabían que mientras estaba ocupados con una, la otra le podía sustraer la billetera. De nosotras tres, Stella era la que tenía mayores problemas para trabajar a dúo: como ya no tenía aspecto de niña, tenía mayores dificultades para encontrar clientes que Babsi y yo.
Babsi era la más afortunada. Como Henri le costeaba sus gastos, ella trabajaba para nosotras. Con sus trece años, su rostro de niña inocente- no se maquillaba jamás- y su silueta plana, era precisamente lo que andaban buscando los tipos en el mercado de la prostitución infantil. Un día ganó doscientos marcos en una hora y trabajó con cinco clientes.
Detlev. Axel y Bernd aceptaron de inmediato a Babsi y a Stella en el grupo. Ahora éramos tres chicas y tres muchachos. Cuando salíamos a pasear siempre íbamos tomadas del brazo de los varones, y yo, del brazo de Detlev por supuesto. Pero no pasaba nada entre las dos parejas. Eramos simplemente una pandilla espectacular. Cada uno podía hablar acerca de sus inquietudes- prácticamente de todas ellas- sin importar a quién se lo contaba. Por supuesto que no parábamos de discutir, pero eso, entre los toxicómanos era casi un ejercicio de sobre vivencia. En el estado en que nos encontrábamos entonces, la heroína nos unía cada vez más. No estoy segura si existían amistadas tan hermosas como las que manteníamos con los muchachos de nuestra pandilla entre los jóvenes que no se drogaban. Y estas amistades estupendas que existían, al menos, entre los ''debutantes'' ejercía una gran atracción entre los demás jóvenes.
La llegada de las otras niñas me creó problemas en mis relaciones con Detlev. Nos amábamos tanto o más que antes pero cada vez reñíamos más a menudo. Detlev estaba irritable. Yo pasaba gran parte del tiempo con Stella y Babsi y eso no le agradaba. Sobretodo- lo que más le disgustaba- era que yo eligiera a mis clientes. Lo hacía por mí misma, o con Babsi y Stella. Detlev me acusó de acostarme con mis clientes. Estaba súper celoso.
Mis relaciones con Detlev no eran ya el centro del universo. Lo amaba y lo amaría siempre, pero había dejado de depender de él. No tenía necesidad de que se preocupara en forma permanente de mí, ni tampoco que me aprovisionara de droga. En el fondo, pasamos a convertirnos en una de esas parejas modernas como aquellas en las que sueñan los jóvenes: dos personas absolutamente independientes la una de la otra. En nuestra pandilla, en ocasiones, las chicas nos convidábamos droga entre nosotras y los muchachos tenían que salir a buscarla afuera.
Al final de cuentas, nuestra amistad era una amistad entre toxicómanos. Cada vez nos íbamos poniendo más y más agresivos. La heroína, la agitación con la que vivimos, la lucha diaria por el dinero y la heroína, el stress de nuestros hogares- había que ocultarse siempre, inventar nuevas mentiras, a nuestros padres, meter nuestros nervios en el refrigerador, en ocasiones. En fin, llegamos a acumular tanta agresividad que llegamos a un punto en el que no nos podíamos dominar, ni tampoco entre nosotros.
Con la que mejor me entendía era con Babsi: por otra parte, ella era la más calmada de todos nosotros. Ibamos a trabajar juntas a menudo Nos comprábamos las mismas polleras negras, ajustadas y con un tajo hasta la cola. También nos poníamos portaligas negras con sus respectivas ligas. Eso enloquecía a todos los clientes, esas ligas y portaligas negras en nuestras figuras adolescentes. Además, nuestros rostros aún se mantenían infantiles.
Poco antes de la Navidad del año 1976, mi padre se fue de vacaciones y mi hermana se iba a quedar completamente sola. Me permitió ir a dormir a su departamento junto con Babsi. Empezamos a tener líos a partir de la primera noche. Babsi y yo tuvimos una pelea de muy bajo nivel, nos gritábamos cada vulgaridad, que mi hermana menor, -tenía un año menos que yo- se largó a llorar. Ella no tenía dudas acerca de nuestra doble vida y nosotros, cuando reñíamos, utilizábamos un repertorio digno de putas.
A la mañana siguiente, Babsi y yo éramos nuevamente las mejores amigas del mundo. Siempre fue así: cuando dormíamos bien y el regreso a la realidad era grato, uno estaba de un humor apacible. Babsi y yo decidimos no inyectarnos de inmediato, por el contrario, había que esperar el mayor tiempo posible. Una experiencia que se practicaba de vez en cuando pasaba a convertirse en un verdadero deporte.
Lo extraño era que no hacíamos más que hablar de obtener un ''golpe'' espectacular, con droga del tipo ''extra''. Como dos mocosas que saborean el placer previo a la entrega de regalos navideños.
Mi hermana terminó por comprender por fuerza que nosotras estábamos en un estado completamente anormal. Ella sabía que nos drogábamos y que estábamos teniendo una experiencia singular. Juró guardar solemnemente el secreto.
A la mañana siguiente, Babsi fue a buscar un asunto para combinar el queso fresco. Para la ocasión escogió un embutido de fresas que la chiflaba. Vivía casi exclusivamente de queso fresco. Mi alimentación tampoco era muy variada: queso fresco, yogures, puddings y unos buñuelos que vendían en la estación del Kurfurstedndamm . Mi estómago no toleraba más que aquellos productos. Babsi preparó entonces su mezcolanza. Parecía la celebración de un rito religioso: nosotras estábamos las tres en la cocina. Babsi oficiaba, mi hermana y yo la contemplábamos con fervor. Estábamos felices de disponernos a ingerir un feroz desayuno de queso blanco. Después que Babsi y yo nos hubiésemos inyectado previamente, por supuesto.
Babsi terminó de batir el queso fresco el que se terminó convirtiendo en una apetitosa masa cremosa. Pero nosotros no podíamos esperar. Le dijimos a mi hermana que pusiera la mesa particularmente bonita y nosotros corrimos a encerrarnos en el baño. Pero las cosas se comenzaron a poner dramáticas. La crisis de absteninencia ya se había apoderado de nosotras.
Nos quedaba sólo una jeringa utilizable y yo declaré que me inyectaría en primer lugar. Babsi se puso furiosa: ''¿Porqué siempre tú primero? Hoy seré yo la que comience. Además se trata de mi mercadería.''
Aquello me sacó de quicio. Era verdad que por lo general ella estaba más aperada de heroína que Stella y yo, pero no soporté el tener que aguantarle sacar siempre ventaja por ello. Le dije: ''Escucha, mi vieja. Estás delirando. Toda la vida te demoras una eternidad''. Era efectivo. A esta buena mujercita le tomaba casi media hora inyectarse. Le costaba encontrar su vena. Y si no despegaba con el primer pinchazo, perdía los estribos, largaba la aguja por cualquier parte y se enervaba terriblemente. Era todo una hazaña cuando lograba acertar a la primera.
En esa época yo no tenía problemas de esa índole. O bien era Detlev el que me inyectaba- un privilegio que estaba reservado sólo para él- o bien yo ponía la aguja en el mismo sitio, en la cicatriz de mi brazo izquierdo. Eso funcionó durante un tiempo justo hasta que me agarré una hemorragia y mi piel se puso como cartón. Entonces yo también comencé a tener dificultades para inyectarme.
De todos modos, esa mañana gané el combate. Tomé la jeringa, la coloqué como correspondía y la operación completa no duró más de dos minutos. Fue un pinchazo terrible: mi sangre borboteaba. Sentí calor, mucho calor. Eché a correr agua fría sobre mi cuerpo, después logré sentirme súper bien y comencé a masajear todo mi cuerpo.
Babsi se sentó en el bode de la bañera, hundió la jeringa en su brazo y así comenzó su show. Se puso a aullar:'' ¡Mierda, me asfixio en este cuartucho! ¡Abre, te digo, esa ventana asquerosa!''
Yo ya estaba bajo el efecto de la droga y me sentía bien. Me importó un pito lo que le sucedía a esa mocosa. Le respondí:''No me huevees más, mierda. Si te asfixias, jódete y no me hinches más.''
Babsi salpicó sangre por todas partes y no lograba encontrar su vena. Perdía los estribos cada vez más hasta que exclamó:'' ¿Qué pasa? ¿No hay luz en esta cloaca?'' ''Anda a buscarme algo. Trae la lámpara del dormitorio''. Me daba flojera ir hasta nuestro cuarto por la lámpara. Pero como Babsi no la cortaba nunca con su cuento, tuve miedo que mi hermana se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo y terminé por seguirle la corriente. Babsi por fin logró asestar el golpe. Se calmó de inmediato, limpió cuidadosamente la jeringa, secó las gotas de sangre sobre la bañera y el piso. No dijo ni una sola palabra más.
Regresamos a la cocina y yo me aprestaba a paladear la crema de queso fresco. Pero Babsi cogió la fuente, la rodeó con su brazo y se puso a darle el bajo. Lo hizo visiblemente forzada pero se comió la fuente entera. Se tomó justo el tiempo para decirme:''Tú sabes porqué lo hice''.
Ambas nos habíamos hecho el propósito de pasarlo muy bien durante algunos días en el departamento de mi padre. Y, sin embargo, a partir de la primera mañana, ya se había armado la trifulca del siglo. Por nada. Pero los que somos toxicómanos sabemos que a la larga, las cosas entre nosotros terminan así. La droga destruye todas las relaciones con los demás. Lo mismo sucedió con nuestra pandilla. Donde nos aferrábamos los unos a los otros- quizás porque todos éramos muy jóvenes- y pensábamos que nos unía un sentimiento excepcional.
Mis disputas con Detlev se fueron poniendo cada vez más desagradables. Ambos estábamos, tanto el uno como el otro, bastante deteriorados físicamente.Yo no pesaba más de de 49 kilos para 1.69 mts. Y Detlev 54 para 1.76 mts. A veces nos llegábamos a sentir tan mal - y con frecuencia- que todo nos enervaba y nos insultábamos mutuamente. Intentábamos hacernos mucho daño y cada cual golpeaba al otro en su ángulo más vulnerable. Tanto para Detlev como para mí, la prostitución la intentábamos considerar como un asunto secundario, de pura rutina.
Ejemplo:'' Crees que tengo ganas de acostarme con una niñita que se mete en la cama con repulsivos extranjeros?''
Y yo ''Me repugna un tipo que se deja culear'' etc., etc.
La mayor tiempo yo terminaba estallando a sollozos. Las variantes eran: Detlev estaba totalmente liquidado y nos poníamos a llorar juntos. Cuando uno de los dos estaba en crisis de abstinencia, uno no tenía inconveniente en reventar al otro. Era hermoso reconciliarse después acurrucándose uno en los brazos del otro como dos niños. Eso no variaba mucho. Lo que ocurría era que veíamos sucesivamente nuestra imagen decadente el uno en el otro, como en un espejo. Era terrible cuando uno se encontraba a si misma fea (o viceversa) y recurría al otro para que le dijese que no era para tanto…
Esa agresividad también se descargaba sobre personas desconocidas. El sólo mirar a algunas señoras en el andén del metro cargando sus bolsas con provisiones me sacaba de quicio. Entonces entraba con una boquilla y un cigarrillo encendido dentro de un vagón para no fumadores. Si se atrevían a reclamar les decía que si no les agradaba, se retirarán de ese lugar. Mi mayor placer era quitarle el último asiento de atrás a una anciana. Aquello provocaba un tremendo revuelco en el vagón. En otras ocasiones, sacudía brutalmente a las abuelas. La forma en la que me comportaba me exasperaba a mí misma también cuando Babsi y Stella cometían la misma maldad. Pero ya no podría reprimirme.
Me importaba un bledo lo que las otras personas podían pensar de mí. Cuando comencé a tener aquellas picazones atroces (también con el roce de las ropas de vestir, bajo los ojos, etc.) que a uno la recorrían por todas partes, me rascaba delante de todo el mundo, sin importarme lo que dirían las personas a mi lado. No tenía ningún empacho- bajo ninguna circunstancia- en sacarme las botas o en arremangarme la pollera hasta el ombligo dentro del metro. La única cosa importante para mí era la opinión que tenían de mí los miembros de la pandilla.
Entre los adictos ocurre que llega un momento en el que nada cobra importancia. Cuando se llega a ese estado, tampoco importa mucho pertenecer a una pandilla. Conocía algunos de aquellos ''viejos toxicómanos'': se inyectaban a lo menos desde hace cinco años y todavía lograban sobrevivir. Sentíamos una serie de sentimientos encontrados hacia ellos. Estos individualistas sin par nos impresionaban, les atribuíamos una fuerte personalidad. Y además considerábamos importante conocerlos personalmente. Por otra parte, los menospreciábamos: eran la decadencia total. Pero sobretodos, a nosotros los jóvenes, nos inspiraban un miedo espantoso. Estos tipos no tenían ya la menor pizca de moral, ni piedad alguna por sus semejantes. Cuando estaban en estado de abstinencia eran capaces de matar a golpes a alguien para quitarles su ración de droga. El peor de todos se llamaba Mana, el Ratero. Todo el mundo le decía así y honraba su sobrenombre. Cuando aparecía, los revendedores corrían más velozmente que cuando llegaba la policía. Cuando atrapaba a un revendedor lo cogía, le quitaba la droga, y se mandaba a cambiar. Nadie se atrevía a auto defenderse. Ahora, con los adictos jóvenes, ustedes comprenderán….
Una vez lo vi. en acción. Yo venía de haberme encerrado en el WC para inyectarme, y de golpe vi que un tipo hacía saltar un tabique desde abajo y se me echó encima, literalmente. Era Manu, el Ratero. Me habían contado que esa era su mejor movida. Se apostaba en las toilettes para damas, esperaba que viniera una chica a inyectarse. Como supe que no dudaría en golpearme, le di de inmediato mi dosis y la jeringa. Salió de allí, se instaló frente a un espejo y se inyectó. En el cuello. Ese monstruo ya no tenía temor de nada y ese era el único sitio de todo su cuerpo en el que todavía se podía clavar una aguja... Sangró como un cerdo.''Creí que se iba a inyectar en la vena'' le dije. Le importó un bledo. Me dijo:''gracias'' y se largó.
Al menos, yo, jamás llegaría a ese extremo. De eso estaba segura. Porque para sobrevivir tanto había que tener una contextura tan fuerte como la de Manu, el Ratero. Era asquerosamente fuerte. Y ese no era mi caso…
En nuestra pandilla todo giraba- y cada vez con mayor intensidad- alrededor de la prostitución infantil y de los clientes. Los muchachos tenían los mismos problemas que nosotras. Todavía nos interesábamos los unos por los otros y nos ayudábamos. Nosotras, las chicas, intercambiábamos nuestras experiencias. Con el tiempo, el círculo de clientes se fue estrechando y lo que era nuevo para mí probablemente era conocido por Babsi o por Stella. Y era muy útil saber a qué atenerse.
Había tipos que eran recomendables, otros menos y algunos que era preferible evitarlos. Una clasificación en la que las simpatías personales no contaban para nada. Nos dejaron de interesar las profesiones de los clientes, su situación familiar, etc. No les hablábamos nunca y por otra parte, si nos hacían confidencias eran acerca de su vida privada. Lo único que nos importaba a nosotras era si se trataba de un buen o de un mal cliente.
El ''buen cliente'' era por ejemplo, aquel que sentía pavor por las enfermedades venéreas y andaba con preservativos. Desgraciadamente, eran pocos. La mayoría de las niñas que no tenía experiencia en la prostitución infantil terminaban contagiándose alguna enfermedad. Como se drogaban, les causaba temor ir al médico para que las revisara y continuaban trabajando como si nada pasara.
El ''buen cliente'' también era el tipo que solicitaba que se lo chuparan y punto. Eso evitaba estar durante horas discutiendo las condiciones. Pero nosotros solíamos poner la mejor calificación a un tipo relativamente joven y más bien delgado que no nos trataba como mercadería sino que se mostraba hasta casi amable. De vez en cuando nos invitaba a cenar.
Pero el criterio principal lo aplicábamos al informe precio-calidad: lo que el tipo estaba dispuesto a pagar a cambio del servicio prestado. Había que evitar a aquellos patudos que no respetaban los convenios y una vez en el hotel, intentaban extorsionar con amenazas o requerir servicios suplementarios ofreciendo a cambio sólo bellas palabras.
Finalmente y sobretodo, intercambiábamos informaciones (intentábamos hacer los retratos lo mejor posible) acerca de los peores de todos: los tipos que después de hacerlo, pedían que les devolviéramos el dinero empleando el uso de la fuerza. El pretexto era que no habían quedado satisfechos. Esa clase de desventura solía ocurrirles con más frecuencia a los pobres muchachos que a nosotros.
Estábamos ya en 1977. Apenas me di cuenta. Invierno o verano, Navidad o Año Nuevo, para mí todos los días eran iguales. Me regalaron dinero para Navidad lo que me permitió hacerme uno o dos clientes de menos. De todos modos, en el período de fiestas no había casi nadie. Pasé algunas semanas totalmente encerrada. No pensaba en nada, no me daba cuenta de nada. Estaba totalmente replegada dentro de mí misma porque ya no sabía quién era yo. En ocasiones, ni siquiera estaba consciente de que todavía estaba viva.
Apenas recuerdo algunos acontecimientos de aquel período. Por otra parte, ninguno de ellos valía mucho la pena de ser registrado. Hasta que algo trascendente sucedió a fines de Enero.
Había regresado a casa de amanecida y me sentía bastante contenta. Acostada en mi cama imaginaba que era una muchacha que regresaba de un baile. Ella había conocido un tipo sensacional, súper amoroso y se había enamorado de él. Comencé a sentirme feliz sólo cuando soñaba y cuando soñaba que tenía otra identidad. Mi sueño favorito era imaginar que yo era una adolescente feliz, tan feliz como aquella muchacha que aparecía ilustrando la publicidad de la Coca-Cola.
Al mediodía mi madre me despertó y me llevó el desayuno a la cama. Lo hacía siempre cuando yo estaba los domingos en casa. Me forcé a tragar algunos bocados. Me resultaba difícil: aparte del yogur, el queso fresco y los flanes, nada más me bajaba. De inmediato, agarré mi bolso de plástico. Estaba en un estado calamitoso, había perdido las manijas y estaba totalmente resquebrajado. De vez en cuando lo rellenaba con mi ropa., además de la jeringa, además de la jeringa y los cigarrillos. Yo andaba tan volada que no se me había ocurrido comprarme uno nuevo. Tampoco se me ocurrió evitar pasar delante de mi madre con el bolso plástico cuando iba al baño .Me encerré. En casa nadie lo hacía. Como todos los días, me miré al espejo. Me devolvió la imagen de un rostro descompuesto, desfigurado. Hacía mucho tiempo que no me reconocía en la imagen que me devolvía el espejo. Ese rostro no me pertenecía. Tampoco ese cuerpo esquelético. Por otra parte, tampoco sentía mi cuerpo. Este último sólo se manifestaba cuando estaba enfermo. La heroína lo puso insensible al hambre, al dolor y también a la fiebre. Ya no reaccionaba más que cuando estaba en crisis de abstinencia.
De pie, ante el espejo, me preparé un pinchazo. Lo estaba necesitando con todas mis fuerzas. Se trataba de un pinchazo especial porque tenía heroína gris - se le decía así a diferencia de la blanca - y era la que entonces se encontraba con frecuencia en el mercado. La heroína particularmente impura era de color gris verdosa y provocaba un ''flash'' (Placer violento y muy breve que se experimenta después de inyectarse en el organismo. Actuaba en el corazón y se debía colocar con sumo cuidado. Si la dosis era excesiva podía acabar con una de un solo paraguazo). Pero yo estaba tremendamente deseosa de experimentar ese súper flash.
Me hundí la aguja en la vena, aspiré, la sangre subió de inmediato. En otras ocasiones yo filtraba la heroína gris pero esta tenía un montón de mugre. Y ocurrió lo siguiente: la aguja se obstruyó. Podía suceder lo peor porque la aguja se tapó en el momento preciso. La sangre se podía coagular dentro de la jeringa y entonces no quedaba nada por hacer. En consecuencia, había que arrojar la dosis.
Empujé con todas mis fuerzas para que esa porquería pasara por la aguja. Acerté: el cuento comenzó a funcionar. Accioné nuevamente la jeringa para inyectarme hasta la última mota de polvo. Pero la aguja se volvió a tapar. Me puse loca de rabia. No quedaban más que diez segundos para que el flash surtiera efecto. Apelé a todas mis fuerzas. El pistón saltó y la sangre se salpicó. El piso del baño quedó cubierto de gotas de sangre. El ''flash'' fue demencial. Un calambre espantoso en la región cardiaca. Un millón de agujas me traspasaron la piel del cráneo. Sujeté mi cabeza con las dos manos para impedir que estallara bajo el martilleo- parecía que alguien me estuviera golpeando por debajo. Y de golpe, mi brazo izquierdo se paralizó.
Cuando fui capaz de moverme, cogí unos Kleenex para limpiar las manchas de sangre las que estaban diseminadas sobre el lavatorio, el espejo y en los muros.
Afortunadamente la pintura era al óleo y no me costó desmanchar. Mientras estaba preocupada de limpiar, mi madre golpeó la puerta. ''Abre. Déjame entrar. ¿Por qué te encierras?? Otra de tus manías, para variar…''
Yo: ''No seas bocona. Ya terminé''. Ella me enervaba, importunarme justo en ese momento. Me puse a tiritar como un pavo. Con la prisa, olvidé las manchas de sangre y dejé el Kleenex teñido de rojo en el lavatorio. Abrí la puerta y mi madre entró como una tromba. No sospeché nada, pensé que tenía apuro para hacer pis. Llevé mi bolso de plástico a mi cuarto, me recosté y encendí un cigarrillo.
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