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Christiane F |
En la Kurfurstenstrasse, nuestro vendedor habitual nos reconoció de lejos. De inmediato enfiló hacia algunas calles alejadas y permaneció en un rincón tranquilo. Le compré cuarenta marcos en mercadería. Estaba muy decidida con el asunto de la inyección. Cuando uno aspira la droga, el despegue es más lento, pero cuando uno se inyecta, se parte como cohete- entendí porqué los demás lo comparaban con un orgasmo. Tenía que probar esa sensación. No se pasó por la mente ni un segundo que me estaba hundiendo cada vez más en la mierda.
Me dirigí al WC público del costado de la calle Postdamer. Un lugar asqueroso. Estaba lleno de vagabundos a la entrada del W: C: Los alcohólicos pernoctaban allí. Les distribuí un paquete de cigarrillos. Estaban acostumbrados a esperar nuestra llegada.
Fuimos con Tina, una muchachita de la ''Sound''. Detlev sacó los utensilios- jeringa, cuchara, limón- de una bolsa plástica. Vertió el polvo en la cuchara, agregó un poco de agua y de jugo de limón. Esa era la manera en que mejor se disolvía la droga porque nunca estaba lo suficientemente purificada. Había que utilizar una jeringa para calentar el polvo con un encendedor. La jeringa había sido usada anteriormente, era desechable y repugnantemente sucia, con una aguja completamente roma. Detlev fue el primero en inyectarse, después le tocó el turno a Tina. La aguja quedó completamente obstruida, inutilizable. Al menos, eso fue lo que ellos dijeron. Quizás para impedir que me inyectara pero yo quería hacerlo de todas maneras.
Apareció otro adicto en el WC. Un tipo completamente reventado, en un estado de decadencia impresionante. Le pedí que me prestara sus utensilios. Aceptó. Pero de pronto sentí una tremenda repugnancia por tener que hundí esa aguja en mi vena. La coloqué allí donde correspondía, allí donde me sangraba el brazo. Sabía cómo hacerlo. Lo había visto hacerlo a menudo, pero no, no podía… Detlev y Tina se hicieron los desentendidos. Me vi en la obligación de pedirle a ese tipo que me ayudara. Por cierto, se dio cuenta de inmediato que se trataba de mi primera experiencia. Me sentí bastante estúpida delante de ese experimentado personaje.
Me dijo que iba a realizar algo deleznable pero cogió la jeringa. Como mis venas eran apenas visibles, le costó descubrir una… Volvió a intentarlo en tres ocasiones antes de volver a llevar un poco de sangre al tubo. Gruñó una vez más que todo aquello era asqueroso y me inyectó la dosis completa. Partí, realmente, como un cohete. Pero era así como imaginaba un orgasmo y de repente, estaba como metida en la niebla, estaba apenas consciente de lo que sucedía a mi alrededor, no pensaba en nada. Fui a la ''Sound'', me instalé en un rincón y bebí un jugo de frutas.
Detlev y yo estábamos en igualdad de condiciones. Nos unimos para siempre, como una pareja de casados. Sólo que no nos acostábamos juntos. No teníamos ningún contacto sexual. Yo no me sentía todavía muy madura para eso y Detlev lo aceptó sin mayor discusión. Por eso también lo encontraba fantástico. Era un tipo extraordinariamente decente.
Yo sabía que llegaría el día en que me iba a acostar con él. Y estaba contenta de no haberlo hecho nunca con otro muchacho. Estaba segura que lo nuestro iba a durar siempre. A la salida de la ''Sound'', Detlev y yo nos fuimos caminando hasta mi casa. Eso nos tomó dos horas. El por lo general hacía ''dedo'' para regresar a su casa. Vivía con su padre.
Hablamos de un montón de cosas completamente extrañas. Yo había perdido todo sentido de la realidad. Para mí, la realidad era irreal. No me interesaba ni el ayer ni el mañana. No tenía proyectos. Solo poseía sueños. Mi tema de ensoñación favorito era imaginar qué haríamos Detlev y yo si tuviésemos mucho dinero. Nos compraríamos una gran casa, un súper auto y unos muebles enfermos de finos. Soñaba con un montón de cosas . La heroína quedaba excluida.
A Detlev se le ocurrió una manera de enriquecerse. Un revendedor estaba dispuesto a integrarlo en su red por cien marcos de heroína a crédito: había que confeccionar raciones pequeñas que se venderían en veinte marcos cada una: se obtendrían cien marcos de beneficio. Volveríamos a comprar mercadería con ese dinero y duplicaríamos nuestro capital de inversión y así sucesivamente. Encontré genial su idea. En aquella época nos forjábamos bellas ilusiones gracias al tráfico de drogas.
Así fue cómo Detlev obtuvo cien marcos de heroína a crédito. En ese tiempo había escasez de revendedores. No nos arriesgamos a vender por nuestra cuenta por lo que decidimos trabajar en la ''Sound''. Detlev, con su corazón de oro, terminó aprovisionando a personas que no tenían un cobre y a los que tenían crisis de abstinencia. Les entregaba mercadería a crédito, y naturalmente, jamás pagaron. La mitad de la heroína desapareció de esa manera y la otra mitad, la consumimos nosotros. Por lo tanto, no hubo más mercadería ni sueldo.
El tipo que entregó mercancía a Detlev estaba furioso pero se conformó con vociferar como loco. Sin duda, el quiso probar la capacidad de revendedor de Detlev. El examen fue concluyentemente malo.
Durante de las tres primeras semanas de vacaciones, Detlev y yo nos encontrábamos todos los días al mediodía. Y, por lo general, salíamos en busca de dinero. Intenté algunos trucos que jamás me habría atrevido a realizar antes. Volaba como una urraca por las grandes tiendas en busca de objetos fáciles de vender a bajos precios en la ''Sound'' Aquello nos permitía proveernos escasamente de dos inyecciones diarias pero aún no necesitábamos ingerir esa dosis. Todavía no estábamos en condiciones de dependencia física, y un día ''SIN'' de vez en cuando no nos atemorizaba.
Para la segunda mitad de las vacaciones estaba previsto que fuera a casa de mi abuela que vivía en una pequeña aldea de Hesse. Quizás suene como algo extraño pero la verdad que estar en la casa de mi abuela me llenó de alegría. También gocé con la idea de ir al campo. Por otra parte, no me veía pasando dos otras semanas sin Detlev ni tampoco algunos días sin la ''Sound'' y sin las luces de la ciudad. A pesar de todo, sin embargo, estaba súper contenta de compartir con jóvenes que no conocían la droga, de poder andar a caballo, bañarme, etc. La verdad es que a esas alturas, no tenía muy clara mi identidad.
Sin darme cuenta me convertí en dos personas absolutamente opuestas. Me escribía cartas a mí misma. Más precisamente, Christianne le escribía a Vera. Vera era mi segundo nombre. Christianne era la niña de trece años que anhelaba ir a casa de su abuela . Esa era la niña buena. Vera, bueno, esa era la drogadicta.
Tan pronto mamá me dejó en el tren no fui más que Christianne. Y, una vez que estuve en la cocina de mi abuela, me sentí completamente en casa, como si jamás hubiese puesto mis pies en Berlín. El sólo hecho de ver a mi abuela sentada en aquella cocina, con su aspecto tranquilo y relajado, hizo que mi corazón rebosara de calidez. Era una verdadera cocina campestre, con el horno casi siempre encendido, con calderos y sartenes inmensos, siempre un buen guiso cocinándose lentamente al fuego. Como en un libro de cuentos. Me sentía a gusto.
Muy pronto comencé a reunirme con mis primos y primas y con otros chicos de mi edad. Todavía eran menores. Como yo. Volví a reencontrarme con las delicias de mi infancia. No sabía cuánto tiempo iba a sentir esa felicidad bajo mi piel. Abandoné en un rincón mis botas de tacones altos. Me prestaron unas sandalias y cuando llovía, usaba botas de goma. No toqué más que una vez mis productos de maquillaje. Aquí no había necesidad de andar demostrando nada. A una la aceptaban tal cuál una era…
Anduve mucho a caballo. Se organizaron un montón de competencias tanto pedestres como ecuestres. Pero nuestro sitio predilecto para jugar fue siempre el arroyo. Como habíamos crecido, los diques que construíamos ahora tenían enormes proporciones. Los chicos estaban acostumbrados a crear verdaderos lagos artificiales. Y cuando salíamos a excursionar de noche nos tropezábamos con una cascada de agua, de por lo menos tres metros, que descendía por el arroyo.
Por supuesto, los demás me preguntaban acerca de mi vida en Berlín, de lo que hacía, etc. Pero no les conté gran cosa. No tenía ningún interés en trasladarme mentalmente a Berlín. Era increíble pero tampoco pensaba en Detlev. Le había prometido escribirle a diario pero terminé haciéndolo en forma ocasional. De vez en cuando, en las noches, intentaba pensar en él pero apenas recordaba sus rasgos. Tenía la impresión de que el pertenecía a otro mundo donde yo no comprendía la forma de existir.
Después comencé a tener crisis de angustia. Me ocurría cuando estaba sola en mi cama. Veía flotar delante de mis ojos tal cantidad de fantasmas, los rostros de los tipos de la ''Sound'' y pensaba que pronto debía estar de regreso en Berlín. Le tenía pánico a mi regreso a Berlín. Me decía mí a misma que podía solicitarle a mi abuela que me permitiese permanecer junto a ella. Pero no sabía cómo exponer el motivo. ¿Qué le diría a mi madre? Tendría que confesarle todo. Pero no me resolvía a hacerlo. Mi abuela se quedaría tiesa si yo le contaba que su pequeña nieta se drogaba con heroína.
Por tanto, no tenía otra alternativa que regresar a Berlín. El ruido, las luces, la animación, todo aquello que me agradaba tanto hasta hace poco, ahora me exasperaba. En la noche, el bullicio me impedía dormir. Me daba pánico ir a la Kurfurstentrasse con todo ese tráfico automovilístico y ese gentío.
Al comienzo no intenté reaclimatarme en Berlín. Sabía que mi curso iría de excursión por algunos días. En ningún instante soñé con volver a comprar droga. Por lo tanto, guardaba los cincuenta marcos que me había regalado mi madrina. No volví a buscar a Detlev. Me dijeron que había desaparecido de la ''Sound''.
Ese viaje de vacaciones me brindó mucha alegría pero al cabo de dos o tres días de mi regreso a casa comencé a sentirme mal. Tenía dolores de estómago después de comer, las excursiones comenzaron a agobiarme. Cuando fuimos en el autobús a conocer la fábrica de chocolates Suchard, Kessi, que estaba sentada a mi lado, me dijo bruscamente: ''Dime ¿porqué estás amarilla como un membrillo? Debes estar con ictericia''.
Era eso. Lo sabía muy bien, todos los adictos la contraían. Era por el asunto de las agujas y jeringas sucias, por aquello de que pasaban de una mano a otra. Por primera vez, y desde hacía mucho tiempo, pensé nuevamente en la heroína. Y de inmediato recordé la aguja asquerosa de mi primera inyección. Pero después me di cuenta que Kessi no me había hablado muy en serio y pensé que habían pasado muchas semanas desde entonces, seguramente se trataba de una equivocación.
En la puerta de las fábricas Suchard me compré una cuchara de plástico y luego me dirigí al Palacio de la Reina del Chocolate. Puse a remojar la cuchara dentro de cada cuba y devolvía el contenido cuando no me gustaba el sabor. Cuando descubría uno que me fascinaba, desviaba la atención del guía y le hacía un montón de preguntas para aprovechar de sacar otro poco. También desocupé los bolsillos de mi chaqueta para convertirlos para convertirlos en verdaderas alforjas y a la salida, éstos desbordaban de chocolates.
Apenas emprendimos el viaje de regreso juré no volver a probar un chocolate en mi vida. Cuando llegamos a nuestro centro de recepción, me derrumbé. Debí comer kilos de esa masa cremosa y chocolateada. Mi hígado reventó definitivamente.
El maestro, por su parte, notó el tono amarillo de mi piel. Mandó a llamar a un médico y de inmediato una ambulancia me trasladó al hospital. El cuarto de aislamiento del Servicio Pediátrico era muy pequeño, de una blancura inmaculada. Ningún cuadro ni imagen alguna pendía de aquellos muros, las enfermeras me traían los medicamentos y mi comida, sin proferir, prácticamente, una palabra. Un médico hacía su aparición de vez en cuando y me preguntaba cómo seguía. Tres semanas transcurrieron sin mayores variaciones. No tenía derecho a abandonar mi lecho, ni siquiera para hacer pis. Nadie me vino a ver, nadie fue a conversar conmigo. No tenía nada interesante para leer, tampoco una radio. Más de una vez pensé que me iba a volver loca en ese lugar.
La única cosa que me mantenía con ganas de vivir eran las cartas de mi madre. Yo también le escribía. Pero mi correspondencia epistolar estaba dirigida particularmente a mis gatos, los únicos regalones que me quedaban. Les mandaba unas cartitas minúsculas que deslizaba dentro de unos sobres confeccionados por mí.
De vez en cuando pensaba en mi abuela, en los niños el pueblo, en el arroyo, en los caballos. A veces también tenía la mente puesta en Berlín., en la ''Sound'', en Detlev, en la heroína. Ya no sabía quién era yo.
Cuando me sentía realmente mal, me decía mí misma: ''Eres una adicta que está padeciendo su primera hepatitis y eso sería todo.''. Cuando me imaginaba jugando con mis gatos, me prometí estudiar mucho en la escuela y pasar todos los veranos en casa de mi abuela. Todo aquello me daba vueltas y más vueltas en la cabeza. También pasé largas horas mirando el techo sin pensar en nada, eso era mejor que pensar en la muerte.
Siempre tuve temor que los médicos descubrieran el origen de mi hepatitis. Las huellas de las inyecciones en las venas habían desaparecido y ya no tenía cicatrices ni marcas en mis brazos. Por lo demás, ¿quién se molestaría en investigar a una drogadicta del Servicio Pediátrico de Friburgo?
Al cabo de tres semanas comencé a caminar. Después me autorizaron para que regresara a Berlín, en avión. Eso corría por cuenta del Seguro Social. Me acosté cuando regresé a casa. Estaba contenta de volver a ver mi madre y a los gatos. No quería pensar en nada más.
Un poco después, mi madre me contó que Detlev había ido muchísimas veces para saber cómo seguía. Tenía un aspecto triste debido a mi prolongada ausencia.- me dijo ella. Entonces volví a pensar en Detlev , recordé sus cabellos ondulados, su rostro alegre, y singularmente dulce. Estaba muy contenta de que alguien se interesara en mí, que alguien me quisiera de veras. Y ese era Detlev. Sentí remordimientos por haberlo olvidado, casi, a él, y a nuestro amor durante tantas semanas.
Después de algunos días, Detlev me fue a visitar. Cuando lo vi. al pie de mi cama, sufrí un schock. Fui incapaz de pronunciar una palabra.
No tenía más que piel sobre los huesos. Sus brazos estaban tan delgados que podía abrazarlo y me sobraban brazos para hacerlo. Su rostro estaba muy blanco, su aspecto denotaba una gran fragilidad. A pesar de todo, era un muchacho hermoso. Sus ojos grandes, parecían más grandes, pero tenían una mirada muy triste. ¡De pronto, todo mi amor revivió! ¡Qué importaba que estuviera esquelético! Tampoco quise preguntarme a mi misma el porqué.
Al cabo de un rato no sabíamos qué decirnos. El quería saber mis novedades pero no tenía nada interesante que contarle. No se me ocurrió tampoco hablarle de las vacaciones donde mi abuela. Terminé por preguntarle porqué había dejado de ir a la ''Sound''. Me respondió que la ''Sound'' era una mierda.
¿Adónde iba entonces? Terminó por escupir la siguiente frase: ¡''A la estación Zoo! ''¿Qué haces allí?'' le pregunté. ''Me prostituyo'' respondió.
En ese momento me sentí tremendamente impactada. Sabía que algunos adictos lo hacían, ocasionalmente. No tenía una idea muy precisa de cómo funcionaba todo eso ni de lo que Detlev me había querido decir. Todo lo que sabía era que tenían que satisfacer a maricas, sin arriesgar nada de sí y que se podía ganar un montón de plata con ese cuento. No pedí mayores explicaciones. Estaba demasiado feliz de ver a Detlev, de amarlo y de ser amada.
Al domingo siguiente, Detlev me fue a buscar para realizar mi primera salida. Fuimos a un café de la calle Lietzenburger. Estaba repleto de maricas y casi todos conocían a Detlev. Todos fueron muy amables conmigo, me dijeron un montón de piropos, felicitaron a Detlev por tener una pareja tan bonita. Percibí que Detlev estaba orgulloso de mí: fue por eso que me llevó a ese café donde todo el mundo lo conocía.
Yo quería a los gays. Eran amables conmigo, me piropeaban sin esperar nada a cambio, me halagaban. Todos los cumplidos lograron extasiarme. Me fui a mirar al espejo del baño y consideré que ellos tenían razón. Esos dos meses sin droga habían resultado ser tremendamente exitosos, tenía buen semblante, nunca antes había lucido tan bien.
Detlev me dijo que tenía que pegarse una escapada a la estación del Zoo. Tenía una cita con Bernd, su mejor amigo. Bernd había trabajado para proveer la mercadería de ambos durante ese día. Le tocaba el turno a Detlev. No era mi culpa que Detlev tuviera que ir a la estación Zoo Entonces lo acompañé sin chistar. Además, tenía ganas de volver a ver a Bernd.
Bernd no estaba. Acababa de partir con un cliente. Lo esperamos. Esa noche, el entorno no me había parecido tan siniestro como en mis recuerdos. De hecho, era un sitio que me permitía estar con Detlev. Cuando me dejó sola durante unos instantes y se puso a conversar con sus compañeros, los metiches- así les decían a los extranjeros- vinieron a acosarme. Alcancé a escuchar ''sesenta marcos'' o algo similar. Entonces me cogí fuertemente del brazo de Detlev y me sentí segura. Lo persuadí para que me acompañase a la ''Sound''. Después le pedí que me diera algo para aspirar un rato. Por cierto, se negó a hacerlo. Yo insistí: ''Solamente por esta noche''.Sólo quiero festejar mi regreso. Necesito sentirme un poco volada, como tú. De lo contrario, tu tampoco te inyectarás'' le dije.
Cedió y me dijo que era la última vez. Le respondí: ''Por supuesto. He demostrado que puedo prescindir de la heroína durante un largo tiempo'' Reconocí que aquella había sido una experiencia súper positiva.
Lo último resultó ser un argumento de peso. Detlev me dijo:''Escucha, pequeña, también yo voy a dejar el vicio. Ya verás''. Después se inyectó y yo aspiré. Estábamos extraordinariamente contentos y hablamos de nuestra felicidad futura, juntos y sin heroína.
Al día siguiente, al mediodía, fui a buscar a Detlev a la estación del Zoo. Tenía derecho a pegarme una nueva aspirada. En el transcurso de los días siguientes comencé a inyectarme de nuevo. Fue como si nunca hubiese salido de Berlín, como si los dos meses y medio sin heroína no hubieran existido jamás. Casi todos los días hablábamos acerca de nuestra decisión de dejar el vicio y le expliqué a Detlev que ese era un cuento extraordinariamente fácil de llevar a efecto.
A menudo, al salir de la escuela me iba directamente a la Estación Zoo. En mi bolso llevaba los utensilios de los drogadictos y un gran paquete con sandwiches. Mi madre debió sorprenderse de ver cómo adelgazaba ante sus ojos al verme partir por las mañanas con ese cargamento de sandwiches. Yo sabía que Detlev y sus amigos esperaban que les llevara algo para almorzar.
Al comienzo, Detlev se enojaba cuando me veía llegar. No quería que lo viera prostituirse.''Cítame en algún lugar. No me importa dónde'' decía ''pero no vengas aquí''.
No lo escuchaba. Quería estar con él, no importaba dónde. Y poco a poco, me fui acostumbrando a la escenografía de la estación Zoo. Dejé de sentir olor a orina y a desinfectantes. Los clientes, las putas, los metiches, los guardias, los mendigos y los borrachos eran parte del entorno diario. Aquel era mi lugar porque allí estaba Detlev.
La manera en que las otras niñas me miraban, de arriba hacia abajo, y en forma tan insistente me molestaba sobremanera. Me parecían más agresivas que las miradas de los clientes lascivos. Después me di cuenta que las chicas que acudían allí para prostituirse, me temían. Temían que les levantara a sus mejores clientes. ¿Acaso no era yo mercadería fresca y apetitosa? La verdad es que lucía mejor que ellas, tenía un aspecto más prolijo, me lavaba el pelo casi a diario. Nadie pudo haber pensado en aquel entonces que fuese drogadicta .Me sentía superior a las demás y eso me brindaba una sensación bastante agradable.
Efectivamente, los clientes se apiñaban a mí alrededor. Pero no sentía deseos de prostituirme. Detlev lo hacía por mí. Los otros, los que me observaban, debían pensar: ''¡Qué chica! Está embolinada con la droga y le toca trabajar para conseguirla…''
Al comienzo los clientes me daban asco. Sobretodo, los metiches con sus reiteradas solicitudes:''Tú. ¿vas a la cama? ¿vas a hotel?''. Algunos de ellos proponían veinte marcos. Muy pronto comenzó a divertirme aquello de poderles tomar el pelo y mandarlos a la cresta. Les respondía: ''Hey, viejito, ¿andas mal de la cabeza? A mí nadie se me acerca por menos de quinientos marcos''. O de lo contrario, los miraba de frente y les decía con un tono burlesco:'' Te equivocaste de dirección, viejito. Desaparécete''. Aquello me complacía mucho, poder ver cómo escapaban esos cerdos con la cola entre las piernas.
A los clientes comunes y corrientes también les parecía apetecible. Si uno de ellos se atrevía se atrevía a insolentarse o se tornaba agresivo, Detlev se me acercaba de inmediato. Cuando el partía con algún marica, le pedía a sus compañeros que me cuidaran.Eran como hermanos para mí. ¡Pobre del tipo que se atreviese a faltarme el respeto!
Dejé de ir a la ''Sound'' por lo que no tenía otros amigos que aquellos que conformaban el pequeño grupo de la estación Zoo. Entre ellos se encontraban Detlev, Bernd y Axel. Todos tenían dieciséis años. Los tres muchachos vivían en el departamento de Axel.
Al contrario de los otros dos, Axel era muy feo. Su rostro era inarmónico, sus piernas y brazos daban la impresión de no estar hechas adecuadamente para su cuerpo. El tenía serios problemas para encontrar clientes. Por lo tanto, contaba con unos maricas que eran fijos y algunos clientes habituales. Cuando Detlev se sentía colmado de todo, injuriaba e insultaba a los maricas. Axel, por su físico poco atractivo, estaba obligado a controlarse todo el tiempo, era siempre amable. Además, parece que en la cama tenía algo muy particular, algo que complacía mucho. Si no hubiera sido por eso, habría sido un total fracaso, con toda esa concurrencia que acudía a la Zoo…
Se desquitaba a su manera. Desde que había caído en las garras de un cliente medio bestial, se dedicaba a estafarlos. Axel era un muchacho con carácter: cuando lo ofendían o humillaban , se dominaba, no mostraba jamás sus sentimientos. Por otra parte, era increíblemente gentil y compasivo, características muy inusuales en un drogadicto... de hecho, no existían dos como el, Se comportaba como si no viviera en este mundo podrido. En aquel entonces le quedaba un solo año de vida.
La historia de Axel se asemejaba a la nuestra. Sus padres eran divorciados. Vivía junto a su madre hasta el día en que ella decidió irse a vivir con su pareja. Pero la madre fue generosa: le dejó un departamento de dos dormitorios, algunos muebles y un cuadro. Además lo visitaba una vez a la semana y le daba algo de dinero. Sabía que Axel se inyectaba y le pidió en innumerables ocasiones que abandonara el vicio. Ella consideraba que había hecho mucho por él, más de lo que hacen la mayoría de las madres por sus hijos. ¿Acaso no le había regalado un departamento y un cuadro?
Pasé el fin de semana en casa de Axel. Le dije a mi madre que me quedaría en la casa de una amiga.
El departamento de Axel era un verdadero cuchitril de drogadicto. La hediondez me invadió desde el umbral de la puerta de entrada. Latas de sardinas vacías tiradas por todas las esquinas, colillas flotando dentro del aceite de las latas o en salsa de tomate. Había también una cantidad de vasos y tazas sucias. En el interior de éstos había agua, ceniza, tabaco, papel de cigarrillos. Cuando quise poner los yogures encima de la mesa- la única mesa que había- me encontré con dos latas de sardinas vacías tumbadas encima y la salsa del interior estaba salpicada en la alfombra. A nadie le llamó la atención.
De todos modos, esa alfombra apestaba de una manera espantosa. Cuando Axel se inyectó me dí cuenta porqué. Cuando retiró la jeringa de su brazo, la llenó de agua y vació el líquido rosáceo- la jeringa contenía aún algunas gotas de sangre- sobre la alfombra. Así limpiaba sus utensilios. Y era el olor dulzón de la sangre seca mezclado con aquella salsa de pescado lo que provocaba esa terrible hediondez. Igual que las cortinas: se habían amarillado y olían mal.
En medio de todo ese loquerío reinaba un lecho con sábanas de una blancura deslumbrante. Me refugié en ella de inmediato. Hundí mi cuerpo en las almohadas: tenían un fragante aroma de almidón. Creo que nunca me había acostado en una cama tan pulcra.
Axel me dijo: ''Puse esas sábanas para ti ''Todos los sábados me encontraba con la cama recién hecha, fresca. No alcanzaba a dormir dos noches seguidas dentro de las mismas sábanas mientras que los muchachos no las cambiaban jamás.
Hacían todo lo que podían para agradarme. Siempre había cosas para comer y para beber de mi agrado…
Me compraban, además, droga de la mejor calidad. Después de la ictericia solía tener problemas con mi hígado, sobre todo si usaba mercadería adulterada, me sentía morir. Los muchachos siempre se hacían mala sangre cuando comenzaba a quejarme de mis achaques.
Entonces iban y me compraban heroína ''extra'' y no les importaba nada el precio. Estaban siempre cuando los necesitaba. En el fondo, no tenían a nadie más que a mí. Y yo tenía a Detlev - Detlev ocupaba siempre el primer lugar- después Axel o Bernd, después, cualquiera otra persona…
Me sentía muy feliz. Contenta como pocas veces en mi vida. Me sentía protegida. Tenía un hogar: la estación del Zoo después del mediodía y el hediondo departamento de Axel para el fin de semana.
Detlev era el más fuerte del grupo, yo, la más débil. Me sentía inferior a los varones, tanto en lo físico como en lo moral. Sobretodo porque era mujer. Sin embargo, por primera vez me agradaron mis puntos flacos. Saboreaba la protección de Detlev. Paladeaba el agrado que me provocaba que Detlev, Axel y Bernd estaban allí cada vez que los necesitaba.
Mi novio, mi pareja hacía por mí lo que no haría ningún otro drogadicto: compartir conmigo sus dosis de heroína. Ganaba dinero para mí y hacía el peor trabajo que podía existir. Para pagar mi ración de heroína se hacía dos clientes diarios extra. Nosotros no éramos como los demás, todo lo contrario: el hombre se prostituía en beneficio de su mujer. Quizás éramos la única pareja del mundo que vivía una experiencia semejante.
Durante aquel otoño de 1976 la idea de prostituirme no se me cruzaba por la mente. Al menos, en serio. A veces lo pensaba unos pocos segundos. Ocurría durante los días en que sentía remordimientos cuando veía partir a Detlev con algún tipo particularmente repulsivo. Pero sabía muy bien que Detlev me reprendería con extrañeza si sugería tal posibilidad.
Lo cierto es que no entendía muy claramente en qué consistía todo aquello. O al menos no quería pensar ni imaginarlo. Detlev no hablaba del asunto. Al escuchar las conversaciones de los tres muchachos tenía la impresión de que éstas giraban alrededor de intentar hacerles zancadillas a los maricas.
Para mí todo aquello no tenía nada que ver con nosotros., Detlev y Christianne. Como era un asunto que el estaba obligado a hacer, no me disgustaba. Que el tuviera sus enredos con los homos no era tan terrible, era su trabajo, - el asqueroso trabajo que nos permitía conseguir la droga. Sólo que yo no quería que esos tipo manosearan a Detlev. El era mío, solamente mío.
Al comienzo encontraba muy simpáticos a algunos de aquellos homosexuales. Los muchachos comentaban ocasionalmente que fulano o mengano no era un mal tipo y que debían conservarlo. Esa fue una de las cosas que se me quedaron grabadas en la memoria. Algunos de ellos eran muy amables conmigo cuando estaba junto a Detlev en la estación Zoo. Se podría decir que me querían de veras. De vez en cuando, uno de los muchachos me entregaba un billete de parte de un marica porque me encontraban ''tan preciosa''. Detlev nunca me contó que esos tipos lo hostigaban para que yo me acostara con ellos.
Me dediqué a observar a las otras niñas. Casi todas eran chicas como yo. Se notaban que se sentían bastante desgraciadas. Sobretodo las toxicómanas, las que tenían que prostituirse para poder inyectarse. Yo veía el disgusto pintado en sus rostros cuando se les acercaba un cliente y las tocaba, se veían forzadas a sonreír. Los despreciaba, a esos fulanos que se deslizaban cobardemente en el hall de la estación en busca de carne fresca. Desde un rincón oculto encendían sus miradas. Eran idiotas o perversos seguramente. ¿Qué placer podían experimentar al acostarse con una chica totalmente desconocida, visiblemente asqueada por lo que hacía y con la cual era imposible no palpar su angustia y desamparo?
Terminé por detestar también a los homos. Poco a poco fui tomando conciencia de los sufrimientos que padecía Detlev a causa de ellos. Con frecuencia tenía dificultades para frenar la repulsión que sentía por realizar ese trabajo. De todos modos, si no estaba lo suficientemente reventado por una dosis de heroína, no lo hacía. Cuando sufría crisis de abstinencia- esto era, por cierto, cuando más necesitaba dinero- se ponía a salvo gracias a sus clientes. Entonces Axel y Bernd intentaban reemplazarlo en la estación. Se esforzaban en reprimir su rabia y también necesitaban desesperadamente drogarse cuando estaban con crisis de abstinencia. A mi me exasperaba ver cómo los maricas corrían detrás de Detlev.
Balbuceaban juramentos de amor totalmente ridículos, le deslizaban cartas de amor en la mano y todo eso lo hacían en mi presencia. Esos tipos debían hacer esas cosas cuando estaban a solas. ¡Qué tipos! Comencé a sentirme incapaz de sentir compasión por esos individuos. Tenía ganas de gritarles: ''Escucha, viejito, intenta comprender que Detlev es mío y de ninguna otra persona, ni menos de un maricón de mierda como tú''. Pero eran esos tipos los que nos procuraban el dinero, los que se dejaban desplumar igual que los pavos en Navidad. Los necesitábamos.
A medida que pasaba el tiempo me di cuenta que entre esos hombres habían algunos que conocían íntimamente a Detlev, mucho más íntimamente que yo. Me dieron ganas de vomitar. Un día, escuché que los tres muchachos contaron que algunos clientes no pagaban si su acompañante no tenía un orgasmo. Creí que iba a reventar de rabia.
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